Aullido

sputnikamor
6 min readApr 29, 2023

La biblioteca. Sólo me esmero en mi aspecto cuando voy a la biblioteca. Pintalabios marrón, uñas del color sangre desoxigenada sobre el teclado; lo aporreo de un modo tan agresivo y frenético que la persona que está a mi lado no deja de bufar y mirarme de reojo, seguramente un pobre estudiante de Derecho o Medicina fortificado por una torre de apuntes, a la que luego sacará foto para subirla a redes sociales, quejándose de lo mucho que tiene que estudiar comparado con una alumna de Humanidades. Él, por supuesto, no entiende que quiero ser una especie de Donna Tartt, que escribió la mayor parte de El jilguero en la Sala Allen de la Biblioteca Pública de Nueva York.

Me gusta ponerme guapa para pasarme tres horas seguidas escribiendo y luego regresar a mi casa. Saco libros de la sección de novedades, Elif Batunam, Irène Némirovsky, Amélie Nothomb. La mujer de las mañanas ya me conoce, porque siempre me retraso con los préstamos y a veces pido libros que tiene que bajar a buscar al depósito. Me habla y sonríe con ternura, como si le recordaba a alguien, tal vez a mi madre, tal vez a sí misma. Soy exactamente como ansiaba ser cuando era niña. El pelo recogido en una pinza, unos pendientes de aro, una camisa blanca.

Normalmente escribo a ordenador, poemas, cuentos, pasajes que creo que dan para una novela, adaptando la realidad a mi concepción personal, en el que la protagonista es yo pero no es yo porque ella es menos bruta, menos terrenal; el documento word se va llenando a trompicones, mil palabras nuevas, de golpe, como un carruaje que vuelca. Me olvido, no lo volveré a tocar en semanas. Otras veces utilizo mi cuaderno, un cuaderno rojo cuadriculado y encuadernado en espiral. Empiezo a escribir y a subrayar y a tachar cosas, hasta que termino con manchas de boli azul bic en las palmas y los pulpejos, igual que cuando estaba en primaria y salía de un examen de Historia y le contaba, orgullosa, a mi padre, al tiempo que le mostraba las doloridas manos, que había escrito siete u ocho caras.

Entonces no existían las calificaciones numéricas y daba igual si sacabas un ondo, oso ondo o bikain; pero yo, de todas formas, casi siempre sacaba excelente, igual que mi mejor amiga. Nuestra relación, dulce e incorruptible, tenía la tensión de un pit bull atado a una correa, porque solía enfadarse conmigo, sobre todo cuando sacaba mejor nota que ella: me retiraba la palabra durante el recreo y eso era lo peor que podía pasarme en la vida, porque sólo éramos ella y yo, no recuerdo nada más de aquel colegio con nombre de poeta salvo nuestras citas en el trastero del polideportivo, donde estaban las pelotas, los petos con olor a vinagre y las colchonetas. Recuerdo nuestro viaje de novias, sobre el triciclo rojo y lustroso, con una plataforma trasera en la que yo me subía, bien agarrada a sus hombros, al tiempo que ella pedaleaba, su pelo nimbado bajo el sol de la mañana.

Los chicos decían que yo era su perrito faldero, porque siempre andaba detrás de ella y hacía lo que ella decía. Era cierto: sólo yo tenía el temperamento para soportarla y acostarme gustosamente en su regazo, mientras me acariciaba el pelo con su mano, todo hueso y ligamentos. Yo sólo quería ser como mi amiga: inteligente, ambidiestra, con el coraje suficiente para responder a su madre y los profesores. Leía libros enteros en un día, en cuarto curso ganó un concurso a nivel nacional de relatos. El primer premio era un viaje a Disneyland.

En quinto, durante el segundo cuatrimestre, llegaron dos chicas nuevas, con el ácido sol de primavera, ambas ofreciendo sus brazos firmes y escotes a la luz. En todas las fotos de aquella época salimos las cuatro juntas, abriendo grande e irrespetuosamente la boca, haciendo el signo de la paz, collares y pulseras a juego, un polo flash verde flúor en la mano. En una aparezco con el brazo izquierdo envuelto en una escayola, en la que ellas ya habían dibujado flores y firmado con sus nombres. Tengo los ojos húmedos, un mechón de pelo visiblemente más corto que el resto — seguro que me lo había cortado yo misma con las tijeras escolares, en un arrebato de aburrimiento — , el aire sofocado de niña que lleva toda la tarde jugando y riendo.

El patio entero era para los chicos, porque el campo de fútbol lo ocupaba todo, así que nosotras nos disputábamos un minúsculo espacio, una columna con la pintura corroída y un olor a pis que confirmaba nuestra territorialidad. Un espacio en el que ni los noviazgos ni las calorías ni el sexo ni el embarazo ni la muerte existían, donde el brillo del sudor no desaparecía y regía el verano eterno.

El instituto fue peor. Mucho peor. Yo también era peor: hacía como que me daban igual los estudios, mis padres; entablaba relaciones amorosas, evitaba salir a la pizarra, correr, reír, comer un plátano delante de los tíos, cosas del estilo.

No me interesaban los chicos, pero tenía una especie de novio, no sé por qué. Era guapo, listo, simpático con todo el mundo, aunque siempre parecía enfadado conmigo, porque ponía excusas tontas para no pasar tiempo a solas con él. Creo que, en realidad, no le gustaba; abría el libro de Ciencias Naturales por una página del medio, señalaba la foto de una vaca y decía mira, eres tú, eres tú, una vaca, un cerdito, una perra, y yo, como una perra que no ha aprendido a ladrar, me limitaba a gruñir; otra vez, a la salida, cuando le dije que no quería hacer el camino de vuelta con él, me pegó un empujón y el peso de la mochila casi me hizo perder el equilibrio. Algunos alumnos de cursos superiores me miraron misericordiosos mientras yo me alejaba rápidamente.

A la mañana siguiente, a primera hora, nada más entrar, sujeté su mesa por los bordes, llena de libros, folios y bolígrafos, y la volqué; se desparramó todo por el suelo y el estruendo me impidió escuchar a la profesora ordenar que saliera. Me eché a temblar, presa total de los nervios, las emociones se me derramaron, salí; en el pasillo, un sonido áspero y desarticulado escapó de mi boca, como un hipido o un ladrido, y rompí a llorar, porque todo aquello era mucho más de lo que podía soportar, me costaba explicar que desde que tenía un novio me sentía loca y miserable, por qué no podía ser una novia normal, la novia que él quería; por qué no me dejaba en paz y se buscaba a otra, una que le gustase de verdad, como la repetidora de clase, eso es, que estaba loquita por él y tenía una silueta de muñeca y unas manos suaves, blancas y perfumadas como manteca y unos ojos grandes y redondos como joyas y siempre olía a sandía y a cítricos.

Qué sentido tenía ser novia de un chico al que no le gustabas. Mi mejor amiga de secundaria tampoco tenía buenos novios. Supongo que a esa edad no existían novios buenos, porque todo el mundo era gilipollas y nadie se comportaba de forma racional. Yo, por ejemplo, dejé de hablar con la gente y de comer hasta que se me marcó el surco esternal e iba tan mareada a clase que, si me levantaba muy deprisa, una sombra me abatía por los lados, igual que una bestia abalanzándose sobre mí, y el ruido en mi cabeza, como el llanto prolongado que hace el lobo, se mezclaba con el timbre. Incluso ahora, cuando escucho aquel sonido, me entran ganas de matarme.

Algún niño chuta el balón muy fuerte contra nuestra esquina y salimos huyendo como bestias espantadas por un escopetazo, entre chillidos, dar balonazos a las chicas es algo divertido, un auténtico deporte, aullidos de alegría, aullidos de dolor, sollozos bajos y quebrados, el buenhijo que tira de la coleta a la que le gusta, la teoría de los animales-máquina, Fontaine, los perros son como relojes, el grito que lanzan no es sino el ruido de un resorte, qué malas son las chicas entre ellas, la amistad entre mujeres y hombres es imposible pero el amor entre un hombre y un perro es un idilio porque nunca hay conflictos.

Ellos han cambiado y ahora son mejores. Ya nada de lo ocurrido importa demasiado; ni un mínimo, en realidad. Tienes buenas amigas, me digo, un novio que te trata bien, has aprendido tantas cosas, has leído tantos libros, has convivido con chicas de tu carrera, chicas como tú, con gustos parecidos; una de ellas te prestó Aullido de Allen Ginsberg y leíste el poema principal a solas, en voz alta, en tu nueva habitación, y a la mañana siguiente nevó y salisteis a jugar con vuestros abultados chaquetones y casi puedes tocar sus cabezas de ángeles, oír sus carcajadas, ver sus dientes delanteros, las volutas escapando de sus bocas abiertas. Escribo sobre eso y me siento mucho mejor. Los gritos ya no son aullidos sino cascabeles.

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