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sputnikamor
12 min readOct 27, 2023

El mozo de cuadra llegó a la finca a principios de febrero, un domingo por la noche.

Cargaba con una maleta de cuero y vestía un abrigo de lana largo y raído, negro y sórdido como la boca de un animal. Al llegar, exhausto por la subida y abrumado por la colosal belleza de la vivienda, apoyó la maleta junto a sus pies. En lo alto de la colina, rodeada de tierras de labranza, las ventanas de la granja emitían una luz rubescente y temblante, y aquello lo llevó a pensar que había entrado en territorio de dioses y héroes. Alguien se ocultaba, ajeno a su llegada. Pero él estaba ahí, jadeante, su aliento coloreando el aire nocturno. Sintió un soplo en su cuello, el aroma de una bota de cuero sudada, pero solamente era su propio olor a desvelo y a fatiga.

Avanzó unos pasos en la penumbra anaranjada, hacia la silueta recortada contra la luz de la entrada. Era el dueño de la hacienda, un hombre alto, rubio, de aspecto saludable. Por la forma en la que le recibió — una efusiva sacudida de manos, unas palmadas en la espalda que casi lo tumban — era evidente que estaba aliviado de que hubiese respondido tan rápido a su anuncio; el último mozo de cuadra había sufrido un accidente y desde entonces nadie se hacía cargo de los caballos. Sin embargo, tendría tiempo para conocerlos, a la mañana siguiente, dijo, pues ya era tarde y debía descansar. Se hospedaría en una caseta anexa al edificio principal en el que vivía la familia. Los señores tenían tres hijos.

La caseta era pequeña, pero poseía lo suficiente. Una cama, una cocina sencilla y un cuarto de baño. Lo primero que hizo, como siempre que llegaba a un sitio nuevo, fue mirar su reflejo, para confirmar su existencia. Y como siempre, vio su piel rústica, torcida por el cansancio, la barba de tres días y unos rizos pegados a la frente como lombrices húmedas y oscuras. En el techo había una enorme telaraña. Se quitó los zapatos, el abrigo y se quedó dormido sobre la colcha, con el resto de la ropa puesta. A la mañana siguiente, tal y como se despertó, se puso su calzado para la cuadra y fue con el jefe a conocer los caballos.

Eran tres: dos tordos, con el cabello liso y una ternura semejante a la de un humano, y un frisón, monstruoso al lado de sus compañeros, con la melena iridiscente y ondulada.

— ¿Éste lo monta usted? — le preguntó.

— No, es de Delio.

— Por la altura del caballo, Delio debe de ser el hermano mayor.

— Sigue equivocado; Delio es la mayor — dijo el señor sonriendo.

Bajo la luz matinal, le pareció todavía más enérgico y corpulento que la noche anterior. Se sintió avergonzado.

— Disculpe. Había creído que, por los nombres, todos sus hijos eran varones.

No dijo nada más en toda la mañana; no obstante, la idea de aquella criatura brutal y radiante siendo manejada por una mujer le estuvo obsesionando las siguientes semanas. La mayor. Era lo único en lo que pensaba cuando se quedaba limpiando el establo o a solas en su dormitorio, tras una larga jornada.

No se acostumbraba a la cama de muelles, a la soledad, al extraño y lapidante silencio del campo por la noche, así que en lugar de dormir meditaba. Aunque llevaba toda su vida cuidando de ellos, hacía una eternidad que no montaba. Recordaba, eso sí, la sensación: las patas de su yegua, el garbo con el que habían sido formadas. Cerraba los ojos e imaginaba que le jalaba de las crines hasta llegar a la combustión, y un grito agudo y profundo que se originaba en la arboleda lo traía de vuelta, aunque también podía ser el viento.

Solo durante el día se sentía tranquilo, cuando en sus descansos hablaba con el jardinero, el vigilante o el chófer. En la cocina, mientras se tomaba un café recién hecho, se deleitaba con las conversaciones de las doncellas, mujeres agradables, iguales entre ellas, que parecían levitar en sus trajes inmaculados y se encargaban de limpiar la casa, lavar y planchar la ropa y cuidar de los hermanos pequeños. También había ganado confianza con los tordos, aunque el frisón aún le resultaba difícil de manejar. No era rebelde, tampoco violento, sino inamovible como una montaña, tan pesado como una estatua de basalto. Poco ágil, huraño, no parecía tener interés en nada salvo su dueña Delio. Delio no pensaba en nada salvo en su caballo.

Ya lo decían las doncellas: era como si el destino de la chica estuviese vinculado al animal. No sabía nada de la hija del dueño. Desconocía su voz, su rutina, qué hacía y adónde iba cuando salía de la finca. Firme como su padre, la veía pasear por los alrededores dando fuertes zancadas, el pelo espeso, de un rubio hinchado de luz y humedad, recogido en lo alto de la cabeza. De pronto se paraba en seco y, en la distancia, se volvía hacia él con el ceño fruncido — tal vez lo odiaba, tal vez le molestaba el sol — , estática, eléctrica, la piel resplandeciente como un caballero envuelto en su armadura.

El estruendo de su belleza contrastaba con su silencio. Su semblante era luminoso, pero su mirada, oscura, de pálidas pestañas, le era razón suficiente para alterarse; temblaba la taza de café en sus manos cuando la joven entraba en la cocina, sin saludar ni preocuparse por ensuciar el suelo con sus botas, con su caminar desgarbado, para limpiarse los antebrazos manchados de sangre y barro. Es un animal, determinó. Una simple criatura, bruta y maleducada.

Una tarde se chocaron en la puerta del establo. Él se giró para mirarla, aunque solo fue un segundo, suficiente para alcanzar a ver los mechones que le quedaban sueltos sobre la nuca. Vestía una falda larga de amazona y una blusa que revelaba sus hombros robustos y la base del hermoso cráneo. Le gustó especialmente aquel páramo que mantenía la cabeza junto al resto del cuerpo, la columna claveteada con vértebras, la zona exacta en la que se unía la escápula con el húmero. Delio se sentó sobre unas cajas para calzarse sus botas negras, hasta las rodillas, hechas de una suave piel de becerro.

— ¿Va a salir ahora? — se atrevió a preguntar.

No respondió.

— Antes déjeme colocarle la silla — insistió.

Ella terminó de atarse los cordones. El hombre se deslumbró ante la imagen de la pantorrilla envuelta de forma superlativa por la bota. Reprimió el impulso de arrodillarse y confesarle que era la chica más maravillosa que había visto nunca; que una mañana, después de soñar que ella brotaba, a lomos de su frisón, de las entrañas de la Tierra, se había despertado sudando y con la sangre de las venas latiendo. Delio se encaramó al animal (se desplegó lleno de gracia, el tórax amplio, el escurrimiento de la piel brillante) y salió. Cuando era montado, se volvía aéreo, ligero, su cuerpo exhalaba un vapor extraño, como la leche al fermentar, y un fuego acre se elevaba por encima de su cabeza noble y barroca.

Sin darse cuenta, había comenzado a retrasarse a posta en sus tareas, para coincidir con ella en la cuadra. Salía a pasear por la finca, esperando verla llegar. Una vez incluso pensó en llevarle flores, pero al vivir en el campo no habría tenido un gran efecto. Solo le quedaba dejar la luz de la caseta encendida, envuelto en una desesperación febril.

Una noche, finalmente, llamaron a la puerta. Un puño cerrado que sacudió la caseta y sus sueños hasta sus cimientos: era el señor. Quería invitarle a cenar con la familia. Habían pasado tres meses desde su llegada y procedía una reunión en condiciones, sin tareas de por medio.

Aceptó la invitación por inercia.

La señora, tranquila y de comportamiento errático — pinchaba la comida, mantenía el cubierto en el aire un largo rato y luego se olvidaba de llevárselo a la boca — , no dejó de hablar durante toda la velada. Le hizo preguntas indiscretas sobre su vida, sus metas, sus fortalezas y debilidades. Los hermanos, del mismo modo que los tordos resultaban insulsos al lado del frisón, seguían la conversación atentamente, pero sin ningún ápice de curiosidad. Sólo Delio, sentada frente a él, parecía llenar la estancia con su simple quietud, darle un poco de sentido a todas aquellas formalidades: ella era el motivo, sí, el ribete fruncido de su blusa, los límites del cuello, la mandíbula angulosa, masculina, y la envoltura de sus manos, imaginaba que ásperas, como lana cruda.

Todos esos detalles opacaban la voz de su madre. Pero qué metas, se preguntó, empuñando el cuchillo para cortar la carne, de qué metas hablaba aquella mujer. Él era mozo de cuadra, su padre había sido mozo de cuadra y su abuelo también. La compañía de los caballos le resultaba tan lógica y natural que ya nada podía quebrar aquella armonía. Su primer amuleto había sido una pequeña yegua de capa castaña, fácil de montar. No tenía nombre; era, a secas, la jaca, y él un adolescente que cabalgaba despreocupado por los prados durante el crepúsculo, un caballero más que un caballerizo.

Una tarde, al llegar al valle, la yegua se echó de largo a descansar. Él se apretó contra su vientre, mecido por un sueño de lentas ondas. Cuando se despertó, de la garganta del río emergía un bello atardecer, pero la yegua ya no estaba ahí. Había refrescado. Dios mío. Se echó a temblar. La jaca, susurró, anticipándose al grito, que al final más que un grito fue un quejido, como si algo se hubiese roto en lo más hondo de su costillar, la jaca. Su voz sonó ridícula y comenzó a mesarse el pelo con desesperación. Estaba anocheciendo. No tenía ningún sentido ponerse a buscar. La puta yegua, pensó, atravesando el pasto sin rumbo, habrase visto animal tan tonto, me cagó en su corazón, maldijo enloquecido, mientras el paisaje era desdibujado por la niebla; pero, en realidad, eran sus lágrimas; pero, en realidad, él no sabía que lloraba. Se arañó las mejillas, lleno de rabia, mientras el vaho se elevaba solemnemente de las aguas.

Después de aquello no reaprendió a pasar las noches solo. Ya no era un valiente caballero, sino un hombre débil y viejo con los carrillos flojos y el pecho hundido que, en el fondo, lo único que deseaba — aunque quizás desear no fuese la palabra, pues ni para desear fuerzas tenía — era volver a dormir acompañado. Ahora sentía que aquella bestia había regresado morando un cuerpo humano. Pero Delio no pensaba en él. Delio solo pensaba en su frisón.

Las doncellas charlaban animadamente en la cocina. Era junio. ¿Usted no lo sabe…? Por un momento, se había olvidado de que lo incluían en la conversación, y las palabras le llegaban como envueltas en una bruma: hace un año, la hija del señor… Las doncellas tenían un nuevo uniforme de verano, unas chaquetitas de cuadros con puños y bolsillos blancos. Estaba siendo una época calurosa; el calor lo volvía todo extraño, en símbolos crípticos. Podría haberse acostado con aquella doncella, pensó entonces, con cualquiera de ellas, en realidad. De pronto, el ambiente se enturbió. Fue un escándalo. La cafetera se detuvo. Hubo un silencio que duró una eternidad.

Los gritos de la arboleda. La visión de la rótula de la rodilla sobre su hombro. Los tordos trotando, memos, deslavazados, como cubiertos por una capa de suciedad. La criada volvió a hablar, un temblor de náusea en la voz, algo sobre el frisón, dijo finalmente. Delio tenía el interior de los muslos llenos de raspones por montar a pelo. A veces cabalgaba tan fuerte que sentía algo extraño en el vientre bajo y gritaba y luego le dolía al mear, pero le gustaba: las agujetas en las piernas, la orina saliendo del color del agua oxidada. La encontró su madre, en el establo. Delio dormía, una figura sólida y luminosa, sobre un bulto oscuro. Era como si alguien hubiera invertido los niveles de intensidad. La mujer reprimió un grito. Estaba desnuda sobre el caballo. Estaba desnuda, tumbada sobre el caballo.

Se incorporó de repente, arrastrando la silla hacia atrás. ¿Señor?, lo llamó la doncella, ¿se encuentra bien? Él intentaba no gritar, intentaba no reírse, pero todo aquello le resultaba grotesco. De todos modos, sólo fue una vez. Salió sin decir nada y echó a andar. Sentía como, a cada paso que daba, se deshilachaba cada una de sus fibras. Lo que al comienzo era un capricho iba ganando terreno; no, mejor dicho, iba cediendo paso a la obligación. Tenía que ocurrir, decidió. Era su oficio. Su destino. Debía doblegar al animal.

Por las ventanas de la cuadra entraba la claridad de la Luna en forma de hachazo. El arma brilló en su mano. El frisón resopló. Sus dientes estaban calientes. Para que no se pusiera más nervioso, le vendó los ojos con el pañuelo que había traído consigo — en cualquier caso, aquella bestia nunca le había mirado — y después de hacerlo se sintió un poco mejor. Solo debía clavar el cuchillo en la mandíbula, justo debajo de los huesos del cuello. Le acarició, por primera vez, y bajo su roce, las crines onduladas, en la noche, centellearon, vivamente, púrpuras. Pero hundir algo en esto, pensó, pasando la mano por su mandíbula (recordó a la jaca, su tacto, la caricia de su pelaje, cuando se inclinaba sobre él, no para besarlo sino para agarrarle blandamente con los labios), hundir algo en esto no me lo perdonaría jamás. Guardó el cuchillo.

De regreso a la caseta vio la luz del interior encendida. Abrió la puerta poco a poco: Delio estaba sentada en el borde de la cama, los ojos muy abiertos, aquella expresión grave que tan bien conocía.

— ¿Qué haces aquí? — le preguntó, quitándose el abrigo.

La chica no respondió, pero tampoco se alejó cuando él se sentó a su lado — el colchón se hundió bajo el peso de ambos — , cuando le apartó los mechones y le tocó la frente, sereno, consciente del significado de aquel gesto. Tenía la frente y el pelo y la falda y las botas y las rodillas manchadas de hierba. Había sido primitiva y grosera y, sin embargo, ahora estaba allí, mansa, serena, respirando a su lado.

— Quería estar contigo — habló débilmente — , por eso he venido. Sólo eso — explicó, volviéndose del todo para mirarlo.

El primer día, cuando llegó, era ella quien lo miraba, oculta en la espesura de la noche, quien lo miraba con atención.

— ¿Te molesta que esté aquí? — preguntó por fin.

— No, para nada. Es sólo que no me lo esperaba.

— Tú me entiendes — dijo la chica con una voz limpia — . Ellos no, pero tú me entiendes. — Sus palabras emitían una luz cálida, como un faro, sin una mancha que la opacara — . Porque eres como yo. Mira.

Volteó las manos, mostrándole las palmas. Él imitó su gesto. Ambos tenían callos.

— Es cierto — exclamó.

— Me he dado cuenta — dijo Delio.

— ¿De qué?

— De tu forma de mirarme — respondió — . Nunca, nadie, me había mirado así.

— ¿Te molesta?

— No. ¿Pero, qué se supone que pasa cuando alguien te mira de esa manera?

— Puedes hacer algo al respecto, o puedes no hacer nada en absoluto.

— La verdad, no entiendo mucho a las personas.

— Tampoco yo — reconoció el hombre — . Con el tiempo aprenderás.

— Yo quería salvarlo, ser un héroe — dijo Delio — . Pero hice algo terrible. Fue porque iba a lastimarlo. Lo sabía por la forma en la que bufaba cuando andaba cerca. El frisón no se fiaba de él, y yo tampoco, así que un día le hice daño.

Se dirigió al establo, aletargada por el sopor de la rutina. Sin embargo, había algo diferente en la luz de aquella mañana, algo sofocante y extraordinario. No recordaba cómo se había despertado ni peinado ni vestido; solo que arrastraba los pies, hechizada, deslizándose entre las cajas de heno. Posó sus ojos sobre las anchas espaldas del hombre y descubrió despaciosamente la fusta. Tampoco sabía, mientras levantaba un brazo firme, de potencia oculta bajo las mangas de su camisón, por qué había cogido la fusta.

Por un momento todo se detuvo: el látigo en su mano, el polvo en el aire, el caballo sostenido sobre sus patas delanteras. El bicho relinchó. Y entonces sucedió: el primer golpe fue tan rápido que el caballerizo apenas tuvo tiempo de gritar; cayó y de su boca salió un sonido semejante al de las lechuzas. Ella había sido como una lechuza: se había movido con calma, en silencio, no la había visto llegar. Envuelta en un trance, volvió a levantar la fusta, schss, y la estalló, sin saber dónde. Y otra vez. Y otra más. Con cada golpe, al hombre se le rasgaban las ropas y ella se sentía más vigorosa. Cuando por fin estuvo satisfecha, dio unos pasos hacia atrás y se secó la mejilla con el dorso de la mano. La humedad la trajo de vuelta a la realidad. Aquella masa sin forma.

Pero ella seguía siendo hermosa; expuesta a la luz, su rostro parecía más blanco, su pelo más rubio. Entró en casa sin decir nada. Una doncella gritó. Su padre, nada más verla, ordenó en todo el hogar no decir ni una sola palabra. Delio fue directamente a lavar el camisón.

— Tú nunca harías daño a mi caballo, ¿verdad? — preguntó tras concluir el relato.

Él seguía con las palmas vueltas hacia arriba.

— Jamás.

— ¿Crees que sigo siendo noble? A pesar de lo que hice.

— Sigues siendo un héroe. — Y continuó, lenta, solemnemente, eligiendo bien las palabras — : Eres la chica más fuerte que he conocido nunca. Eres valiente, tienes un caballo y un arma, ¿qué más necesitas?

— Estoy sola.

Él la agarró del mentón y sostuvo su rostro en alto, igual que un sacerdote eleva un cáliz.

— Me alegro de que estés aquí, Delio — dijo.

Ella sonrió, mostrando las dos filas de dientes. Volvió a ser un niño junto a su yegua al rodearla con sus brazos; el cuerpo de la chica guardaba el calor y temblor, la docilidad y el nervio que sólo poseían las bestias.

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