Criar glaciares

sputnikamor
20 min readJan 13, 2023

I

Hoy me he despertado con la sensación de que nada va a ocurrir en todo el día.

Desde que Tais no me habla siempre es así. Un silencio vacío se extiende, ondulante, por toda la caravana. Llena los rincones más difíciles, se mete dentro de los cajones y marchita las flores y la fruta. Es como una señal sobrenatural: no se ve, no se oye, pero por su olor, su peso, sé que está ahí, signo de mi error y de mi deshonra. Lo tengo impreso en los huesos.

El silencio de Tais es un estigma que no me abandona. Hace seis meses perdió la voz por mi culpa. No sé si está enfadada conmigo, pero el caso es que ya no me habla.

— Buenos días.

Sentada en las escaleras, Tais alza la vista de su libro, que sostiene en su mano izquierda; en la derecha, una taza de café con leche. Tais toma litros de café, como los rusos. Esa mañana lleva puesta a modo de vestido mi camiseta de Rage Against the Machine y sus rizos se alargan como la espiral que va dejando la piel de una manzana, rojos, mudos, como envueltos en una bruma. Es tan guapa que me sobrecoge.

— ¿Sabes que el café estuvo prohibido en Rusia? — le digo, sentándome a su lado — La gente bebía litros de café y se volvía loca, y como castigo les cortaban las orejas.

Tais me mira, una mirada punzante y letal como si hubiese sido disparada con una ballesta, y luego vuelve la vista a su libro.

Pues nada, si no quiere hacerme caso que se vaya a la mierda.

Todas las mañanas le hablo con la esperanza de que me responda. ¿A dónde te apetece ir?, le pregunto, pero ella, más allá de no haberme escuchado, parece que ni siquiera me ha visto. Saco el mapa y le pido que señale un punto. Nada, ni caso.

En ocasiones, incluso muda, Tais es insoportable.

Lo bueno de que no hable es que ya no dice tantas chorradas. Tais bebe mucho café, como los rusos, y al igual que un ama de casa deprimida, le da bastante a los anfetas. Cuando tenía voz y estaba drogada solía decir muchísimas tonterías, era capaz de tirarse horas hablando.

Creyéndose interesante, fumando a lo Sherlock Holmes en su pipa de cristal, decía, relamida: esta pipa no es una pipa. Ceci n’est pas une pipe. Esto no es una pipa. Esto no es una silla. Esto no es una mesa. Esto no es una playa. Esto no es una caravana. Esto no es un cielo y esto no es un mar. Así todo el rato. Estábamos comiendo tranquilamente y de repente soltaba el tenedor y susurraba, con los ojos muy abiertos: esto no es real. ¿Por qué? Se pensaba que diciendo muchas veces esto-no-es-real-esto-no-es-real sería capaz de tener sueños lúcidos por las noches, la tonta de ella.

Tais y yo nos conocimos una noche de hogueras en la playa de Zahara de los Atunes, hace ya tres veranos. Yo estaba con unos amigos y ella con un grupo de chicas, unas pijas bohemias que viajaban en caravana igual que nosotros. Recuerdo que pasamos la noche con ellas, riendo y cantando alrededor del fuego. Tais se sentó a mi lado y me preguntó, dulcemente, mientras una hoguera enorme ardía tras nosotros:

— ¿Tienes fuego?

Le ayudé a encenderse el canuto y ella tuvo la amabilidad de compartirlo conmigo. Sentados uno al lado del otro con las piernas cruzadas a lo Buda, nos lo fuimos fumando poco a poco. Ella llevaba un vestido de flores verdes y sus rodillas, rozando las mías, brillaban bajo el resplandor de las olas con una magia transcendental. Tenía el pelo rojo y ondulado, el cuello largo y delgado, y unas tetas bastante pequeñas. A mí me gustaban las chicas con mucho pecho, pero en ella me pareció que estaba bien así. Por aquel entonces Tais no llevaba sujetador. También sonreía mucho. Ahora solo sonríe a medias, levantando un extremo de sus labios mientras el resto del rostro permanece inmóvil, como una manzana en un cuadro de naturaleza muerta.

— Igual esto que te cuento te sorprende un poco — me dijo, dando una suave calada (soltó el humo, se disipó, frente a nosotros se abrió un mar entero) — , pero hace poco fui donde una vieja a que me leyera las cartas del Tarot egipcio, ¿y sabes lo que me dijo? Que al estar regida por Mercurio, pronto conocería a alguien especial. Y creo que ese eres tú.

Me pasó el canuto.

— ¿Yo? — pregunté — ¿Por qué?

— Porque eres tal como ella dijo: alto y delgado, con pintas del callado y hombros cuadrados — explicó Tais.

Es posible que me enamorase ahí mismo.

Después de aquella extraña noche, Tais quiso venir con nosotros. Sus amigas se despidieron de ella como si el hecho de que una integrante del grupo decidiese abandonarlas e irse con un grupo de chicos desconocidos fuese lo más normal del mundo. Pero ya sabéis lo que dicen: el hombre (no el hombre, literalmente, sino de manera universal) nace libre, responsable y sin excusas.

Al principio, viajar con Tais era maravilloso. Aquella chica se salía de lo común, no necesariamente porque tuviese tendencias autodestructivas (que también), sino porque, en realidad, nunca había conocido a nadie como ella.

Viajamos por todo el país, haciendo desplazamientos largos y perezosos. Pasábamos de naturalezas asombrosas y coloridas a desiertos llanos y áridos como la costra láctea en la cabecita de un bebé. Vimos montañas fundiéndose con el cielo de la tarde y conocimos a los lamas y los discípulos de Kalu Rimpoché.

Tais y yo nos pasábamos la mañana mirando por la ventana mientras alguno de los chicos conducía, y por la noche estacionábamos y salíamos de fiesta. Nos metíamos cualquier cosa y luego corríamos infatigablemente por la playa. Una vez tomamos setas y Tais convulsionó en la arena durante seis horas seguidas mientras yo dormía a su lado, en absoluta conexión con ella. Al volver en sí dijo:

— Acabo de soñar que una organización secreta me explicaba el Sentido de la Vida.

— ¿Y cuál es? — pregunté.

— No me acuerdo…

Se puso en pie y se sacudió la arena del vestido. Por aquella época había intensas tormentas de polvo y todo estaba rojo: el cielo, el mar, las rocas. O tal vez es que estaba amaneciendo.

— ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? — preguntó Tais. La playa estaba vacía.

— Poco, creo.

Bajo las acusadoras nubes rojas, regresamos a la caravana dados de la mano, como un par de ángeles enamorados.

— Esto no es real — dijo ella.

— ¿Por qué?

— Porque es demasiado bonito.

Entonces se volvió hacia el Sol, y a mí me entraron ganas de llorar de lo guapa que era.

Tais es pelirroja y muy pálida. Cualquier artista romántico inglés habría estado encantado de pintarla.

Cuando viajamos hacia el norte vimos muchos incendios forestales; todavía recuerdo el fuego resplandeciendo en su pelo naranja, su frente y sus pestañas brillando con un fuerte color rojo. En verano, blusas verde ártico y el solemne efecto de la luz en sus brazos blancos. Una cara que me impedía, y me sigue impidiendo pensar con claridad: el puente de la nariz, la forma de sus cejas, los pendientes de plumas, el arco de los labios. Una perla de luz. Una belleza pulsátil. La miro y me duele el corazón.

Cuando hablaba, yo me esforzaba por hacer caso a sus palabras, pero apenas me podía concentrar. ¿Qué me miras?, solía preguntar ella con una sonrisa, y yo, que solo estaba pensando en besarla, no sabía qué decir.

Es curioso: cuando nos acostamos por primera vez ni siquiera nos habíamos besado. Salimos de fiesta y, en el camino de vuelta a la caravana, nos pusimos tan cachondos que lo hicimos sobre los bancos de un parque público. Rápido y sencillo. No fue muy romántico que digamos; éramos nómadas civilizados, nos habíamos domesticado a nosotros mismos, pero a veces se nos iba un poco la cabeza. Ella me lo pegaba a mí y yo se lo pegaba a ella.

Los chicos estaban hartos de Tais. Decían que era una cría, que no servía para nada; no sabía conducir, no sabía cocinar, dejaba su ropa desperdigada por el suelo y la cocina llena de colillas. Comía mucho, a pesar de que cada día estaba más delgada. A veces tenía chutes de adrenalina y se ponía a besar y a abrazar a todo el mundo. Su risa, ja, ja, ja, indómita y fuerte, y su llanto, aún peor, ponían de los nervios a cualquiera.

Siempre teníamos que ir a donde ella dijera («¡quiero ir al Polo Norte, quiero ir a la Mezquita de la Perla de Delhi!») y parar cuando ella quisiera. En Granada tuvo una sobredosis de metanfetamina y estuvo un par de días unida a un tubo respiratorio. Los chicos insistieron en aprovechar que estaba inconsciente para marcharnos sin ella, pero a esas alturas yo no podía concebir una vida sin Tais.

Así que, con el tiempo, solo fuimos quedando ella y yo.

A día de hoy seguimos viajando juntos; justo ahora estamos instalados en un camping sin saber para dónde tirar, pero seguimos viajando juntos.

Desde que no habla, eso sí, es todo mucho más aburrido.

Tais no me habla, pero me mira, y por su forma de hacerlo parece que me quiere prender fuego con la mente. Ahora se comunica con sus ojos de color indefinido, a través de ellos me dice que me quiere, que me odia; no lo sé, a veces es difícil entenderla. La parte de una persona a la que se suele prestar atención son los ojos, porque los ojos son la parte más importante del rostro, y el rostro es lo primero que te ayuda a reconocer a alguien, pero yo habría reconocido a Tais antes por su voz. Como aquella vez que tuve un mal viaje y pensaba que me perseguía una bandada de picozapatos, y ella se quedó a mi lado susurrando, con dulzura:

— Tranquilo, tranquilo, aquí estoy, aquí estoy.

Me leía cuentos por las noches («uno de los integrantes, el Zorro, enfermó, adelgazó y estaba triste. Una mañana se fue solo al bosque y no volvió»); me contaba, riendo, chistes propios, y me explicaba, llorando, que las zanahorias también sufrían cuando se las arrancaba de la tierra.

Tristemente, no guardo ninguna grabación de su voz. Aunque recuerdo todas y cada una de nuestras conversaciones, daría lo que fuera por reproducir su vocecilla (dulce, apasionada, drogada hasta el punto del letargo) hablando sobre los sueños lúcidos o las estupas de hielo de Ladakh.

— Oye, he pensado que este verano podríamos ir a la India — me dijo una mañana bajo el toldo de la caravana, mientras mirábamos pájaros con los prismáticos.

— Eso está muy lejos, Tais. Quizás a Portugal, o a Francia, pero a la India…

— Es que quiero ir a ver los conos de hielo. ¿Sabes que hay gente que construye glaciares y luego los cría?

— ¿Criar? ¿Como criar a un bebé o un animal?

— Eso es.

— ¿Y por qué?

Entonces ella se bajó los prismáticos y dijo, con obviedad:

— Pues porque las cosas hay que cuidarlas.

— ¿Y para qué sirven exactamente esos glaciares? — pregunté, tras un minuto de silencio.

— Se convierten en templos budistas y los místicos van allí a rezar. Imagínate qué bonito — extendió los brazos — : un monasterio blanco, en un desierto frío.

— Sigo pensando que está muy lejos — dije. Cuanto antes le sacase la idea de la cabeza, mejor; si no, podía pasarse semanas dando la tabarra hasta que se obsesionara con otra cosa — . Además, esos glaciares empezarán a derretirse justo ahora, en verano, ¿no crees?

— Ya, bueno.

— ¿Te has enfadado?

— No.

— Vale, entonces, ¿puedo darte un beso?

— No.

Aunque en una ocasión, después de que perdiera la voz, juro por Dios que, mientras dormía, la escuché decir mi nombre. Sobresaltado, me asomé a la orilla de mi cama y susurré:

— ¿Tais?

Pero Tais estaba dormida, hecha una bola en su litera. Ella tenía la de abajo y yo la de arriba. Alguna vez habíamos intentado compartir una sola cama, pero de lo apretujados que teníamos que estar siempre terminábamos peleados y durmiendo por separado.

Y esa noche, desde mi litera superior, la observé dormir y me sentí terriblemente solo. Tais durmiendo en su cama, Tais durmiendo en la arena.

Me odié por todas esas veces que la mandé callar, por todas esas veces que no la escuché cuando tuve que escucharla. «Si algún día me muero, quiero que quemes mi cuerpo, ¿vale? Quémalo y asegúrate de que en las cenizas hay unas perlitas de colores. Solo así sabrás que mi alma por fin ha abandonado mi cuerpo» «Vale, pero no seas pesada». Y en señal de mi arrepentimiento, quise llevarla al Polo Norte, a la Mezquita de la Perla de Delhi; le pedí que me contase el Secreto de la Vida; le acaricié el pelo mentalmente, para no despertarla, y le dije: «mientras quieras seguir con este viaje errante, yo iré contigo; por amor, te seguiré hasta donde haga falta».

II

En el camping hay dos tipos de vecinos: los Ocasionales y los Fijos. Los Ocasionales son aquellos que se quedan un par de semanas, un mes, como mucho, y que duermen en pequeñas tiendas de campaña. Normalmente son grupos de amigos que se emborrachan en contacto con la naturaleza y suelen gritar mucho por las noches.

Recuerdo a un grupo de Ocasionales en especial: unos adolescentes que ya llevaban una semana en el camping cuando llamaron a nuestra puerta, empapados y tiritando. La lluvia había inundado sus tiendas de campaña. Eran de plástico fino y una incluso se la llevó volando el viento. Típica tormenta de verano.

Tais, en bragas y camiseta, abrió la puerta y les dejó pasar. No sé cómo, pero de una manera u otra, todos los seres vivos eran atraídos hacia ella.

Aquel grupo de amigos estaba formado por tres chicos y dos chicas. Nosotros habíamos sido cuatro chicos y una chica.

Tais y yo les prestamos toallas y les dimos leche caliente. Sobreexcitados por la aventura, ellos nos contaron que ya habían terminado las clases y que querían pasar las vacaciones en el bosque, pero que como no tenían suficiente dinero para pagarse una casa rural, habían decidido venir aquí. Una de las chicas, una versión en miniatura de Tais, me contó que una vez se tomó veinte gramos de Paracetamol y tuvo una necrosis hepática. Otro chico me preguntó por qué Tais no hablaba, y yo le dije que estábamos en un retiro de silencio.

No podía esperar a que se durmieran y nos dejaran en paz, pero Tais parecía ilusionada de que estuvieran allí; hablaba con ellos a bases de sonrisas y gestos, con un porro fugaz sujeto entre los dedos. Les enseñó las piedras preciosas que había ido coleccionando desde que era pequeña, sus pulseras de macramé con gemas, su anillo con poderes mágicos (al parecer, cambiaba de color según el estado de ánimo, aunque yo estaba seguro de que cambiaba según la temperatura corporal) mientras los chicos lo miraban todo en silencio, completamente hechizados.

Esa noche, cinco adolescentes durmieron sobre el suelo alfombrado de nuestra caravana, entre mantas viejas y cojines feos.

Yo me metí una raya y me puse a hacer guardia por si en mitad de la noche se les ocurría robar. Y en ese estado, llegué a la conclusión de que triunfar en la vida significaba hacer lo que a uno realmente le apetecía. Más tarde, sobre las cuatro, me levanté a por una cerveza y, en la oscuridad, la luz de la nevera me reveló sus cuerpos dormidos. Cinco cuerpos dormidos, probablemente hasta arriba de alcohol. Me quedé mirando la escena como un pervertido. Me imaginé a Tais de pequeña, recogiendo piedras preciosas en la playa. Eché de menos los días divertidos, los días de devastación, y por primera vez en mis veintiún años, sentí que se me acababa el tiempo. ¿Para qué? No lo sé; simplemente sentí que ya era demasiado tarde.

Me terminé la cerveza y aplasté la lata como hacen en las películas.

Sentía unas ganas insoportables de salir de ahí, porque no sabía si lo que estaba viendo era la realidad tal cual era. Esto-no-es-real-esto-no-es-real. Aquellos cuerpos muertos no me parecieron del todo reales, así que busqué a Tais, que estaba afuera, sentada en una de las silla plegable mientras fumaba en su pipa de cristal.

Se la arranqué de las manos y empecé a decir, muy deprisa:

— De puta madre, tú sigue así. ¿Es que no te acuerdas de cuando por poco la palmas en Granada? — Ella se me quedó mirando, asustada; ¿acaso el color de sus ojos era cambiante? — Siempre igual. ¡Hasta aquí hemos llegado! — la señalé con la pipa — . Tú me has creado estas ilusiones, tú me has conducido a estas decepciones; por eso ahora estoy parado en un camping de mierda con unos niños de mierda y una muda de mierda.

Y volví adentro.

Tais y yo pertenecemos al grupo de los Fijos. Los Fijos vivimos en el camping. Técnicamente, vivimos en nuestras caravanas, aunque por el momento no tengamos intención de movernos. Algunos viven así porque les sale más barato; otros, como nosotros, porque «estamos haciendo una pausa». Eso es lo que les decimos a todos los vecinos, lo cual, en realidad, no nos convierte en Fijos como tal, ya que llegará un día en el que tengamos que continuar con el viaje.

Si es que algún día quiere Tais, por supuesto.

— ¿A dónde te apetece ir?

Silencio.

Entre los Fijos destaca un matrimonio de daneses muy simpático (solamente vienen a pasar el invierno, porque es temporada baja y les sale más barato) y una sacerdotisa solitaria que afirma estar casada con Dios. Tiene la caravana tuneada con la cara de Jesucristo al estilo anime y al entrar en su parcela puede leerse un cartel que dice: «RECONCÍLIATE CON DIOS». Los administradores suelen pedirle que retire el cartel, las macetas y la valla, y alguna vez incluso han llegado a echarla del camping, aunque ella siempre regresa, llena de fe, con su cartel, sus macetas y su valla.

Un día, harto del silencio de Tais, decido hacerle una visita en busca de respuestas. Llamo a su puerta y le digo que quiero reconciliarme con Dios. «Ave María Purísima». «Sin pecado concebida». Y le cuento mi verdad.

III

Tengo una novia. Bueno, no sé si es exactamente mi novia, pero el caso es que llevamos ya un tiempo viviendo juntos. Su nombre es Tais. Hace unos meses perdió la voz por mi culpa. Ocurrió en la playa, una noche de verano. Por aquel entonces nos gustaba beber en la playa y luego regresar juntos a la caravana.

Esa vez fue diferente. Tais estaba muy mal, yo también había bebido mucho. Desfasada, por los suelos, hubo un momento en la que se metió en el agua y yo tuve que sacarla a rastras. Nos tropezamos y nos quedamos un rato tendidos en la arena, respirando con dificultad. «Tais, tenemos que volver». Tais estaba tumbada boca abajo, con el vestido verde pegado a su cuerpo y un mechón de pelo adherido a la mejilla. Yo tenía frío y me costaba respirar. «Tais, te vas a resfriar». Intenté levantarla y me caí hacia atrás del mareo. «Tais. Vámonos».

Ella me dio la espalda y se acostó de lado. Las olas iban y venían sin parar, y yo, sin saber qué hacer, me quité la sudadera, se la eché encima y me tumbé a su lado; no sé cómo se me ocurrió hacer eso, con el frío que hacía.

Dejar a Tais así fue como enterrarla viva.

A la mañana siguiente, al despertar, Tais no podía mover la boca. Una expresión gélida le surcaba la cara. Fuimos al hospital y la doctora dijo, como una máquina sin sentimientos: «Parálisis facial periférica. El frío ha debido afectar a gran parte del rostro y las cuerdas vocales. En un mes o dos irá mejorando. La recuperación completa es más tardía».

Fue horrible. Horrible, horrible. No puedo describirlo con palabras. Ya no era solamente su voz, sino su interior. Tais, que soltaba calor como una vela de vainilla, se había apagado. No hablaba, no miraba, no reía. Algo dentro de ella había muerto aquella noche.

IV

— ¿Cuánto tiempo ha pasado desde tu última confesión? — me pregunta la mujer cuando termino mi relato.

— No lo sé, Señora.

— ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que lloraste?

— No lo sé, Señora.

Entonces, sin previo aviso, mi llanto explota y se expande por toda la habitación. Cuando pienso en una vida sin Tais, algo se me abre en el pecho, algo ancho y profundo, por donde siento correr el mar, y me entran muchas ganas de llorar.

Me siento ridículo llorando ahí, delante de una sacerdotisa que tiene la caravana hecha un circo: en las paredes hay palomas pintadas, una cruz con estampado de leopardo y retratos de Dolly Parton con el pelo rosa. En las estanterías, juegos de matrioskas y figuras de querubines, y en una esquina, parpadeando discretamente, un pequeño árbol de Navidad blanco. Una horterada.

— A veces la vida nos pone en situaciones extremas en las que debemos poner nuestra vida en las manos y en el corazón de otra persona — me consuela ella, y me coge de la mano — . Puedes hacerlo.

Yo sigo hablando:

— La doctora dijo que pronto recuperaría el habla, que solo era cuestión de tiempo. Pero ya han pasado casi seis meses y Tais no ha dicho ni una palabra. Ni una sola. Solamente emite sonidos raros — la mujer me tiende un pañuelo — . Gracias.

Me sueno la nariz y hago ademán de devolverle el pañuelo. Ella, amablemente, me dice que no hace falta, así que me lo quedo.

— Y muchas veces pienso — prosigo — , que en realidad sí que tiene voz, lo que pasa es que no quiere hablar conmigo. Estoy seguro de que me odia por algo; si no es por eso es por otra cosa. Quiero decir, tiene motivos para estar enfadada conmigo, pero tampoco es justo que me tenga así. Hay ratos en los que me gustaría que me abandonara del todo, que cogiera el volante y se fuera sin dar explicaciones.

— ¿Y por qué crees que no lo hace?

— Porque no sabe conducir.

— A parte de que no sepa conducir.

— No lo sé.

— Habla con ella. Habla con Tais para que Tais no se vaya, para que Tais no emigre a un lugar peor, porque Tais, aunque no hable, sí se puede marchar. ¿Qué es lo que quieres tú? ¿Qué es lo que quiere ella?

— Queremos viajar juntos, viajar juntos y morir en un lugar cerca del mar.

Las emboscadas de olas contra las piedras y la lluvia de sal contra la piel. El verano y sus tormentas rojas. El sol, de color del néctar, apocado tras las nubes. Su voz, preguntándome dulcemente a ver si tenía fuego. ¡Menos mal que sí tenía!

— Es un sueño muy bonito — dice la mujer, y sonríe con dulzura. Su tono de voz es el mismo que emplean las personas al narrar una historia de amor — . Estáis a tiempo de cumplirlo. Tenéis todo el tiempo del mundo. Sois muy jóvenes todavía.

V

Al volver a la caravana, veo a Tais sentada en el tejado, fumando con aire distraído.

Entro, abro la claraboya y el interior de la caravana se ilumina de una neblina anaranjada. En nuestro viaje por España, Tais y yo conocimos a un fotógrafo que, cuando el cielo se ponía exactamente de ese color, sacaba a toda prisa la cámara y empezaba a echar fotos. «Es que es la Hora Mágica», explicaba. Cuando subo y veo a Tais ahí sentada, con la melena iluminada por el Sol, pienso que debemos de estar en esa Hora Mágica de la que él hablaba.

Me siento a su lado y le robo un cigarro, sin esperar que ella me diga nada. Lleva una simple sudadera verde y unos pantalones cortos. Siempre me ha gustado así, con su ropa austera y su cara ensimismada.

— ¿No tienes frío? — pregunto, y como, naturalmente, no hay respuesta, pruebo a llenar el vacío con otra cosa — : ¿No? Vale. Si te resfrias no digas que no te avisé.

Le pido que me pase el mechero y me enciendo el cigarro. Doy la primera calada, la veo hacer lo mismo y entonces comprendo, con una satisfacción divina, que aquí estamos los dos, sentados con las piernas cruzadas igual que el primer día. Somos dos monjes budistas, dos criadores de glaciares, dos icebergs a la deriva flotando contracorriente como un par de carpas de Koi. Pronto nos convertiremos en dragones.

— Acabo de estar en la caravana de la sacerdotisa. Te manda recuerdos. Tenía una crema de cera con forma de la Virgen María. He estado a punto de robarla para ti, pero he pensado que, si lo hacía, a lo mejor te enfadabas.

Tais suspira y, mirándome de soslayo, da unos toquecitos al cigarro para tirar la colilla.

— No me mires con esos ojos, Tais, es que no sé qué más contarte. Ya sabes que no soy la persona más habladora del mundo — Doy una calada, intentando organizar mis ideas — . Por eso siempre te he tenido envidia, ¿sabes? Porque a ti se te daba muy bien hablar, y cuando te veía hacerte amiga de cualquiera que se cruzara en nuestro camino me daba muchísima rabia. Quería ser como tú.

Mientras Tais conversaba con la señora del puesto de piedras preciosas o se cosía a porros con un grupo que acababa de conocer, yo permanecía a su lado, en silencio, incapaz de pronunciar palabra. En el colegio nunca tuve muchos amigos.

— Y sé que algunas veces te llamé pesada — suelto el humo con disimulo — , y que nuestro primer beso te lo di para que cerrases el pico.

Estaba muy colocado y la voz de Tais me resultaba terriblemente estridente y ensordecedora, así que la besé en la boca para que se callara un rato, y ese beso terminó descendiendo por su cuello y su vientre en forma de lengua. Ese fue nuestro primer beso, meses más tarde a nuestro polvo en el banco.

— Pero me acuerdo de todas nuestras conversaciones, y también de todos los cuentos que me contabas, sobre todo el del Zorro que se muere pero sigue en el corazón, la memoria y la sonrisa de sus amigos. Cada vez que me contabas ese cuento me tenía que aguantar las ganas de llorar.

Las noches de lectura eran maravillosas: Tais y yo en nuestro mundo, drogados, compartiendo litera e historias.

«La bruja esa de la que me hablaste… la que te dijo que pronto ibas a conocer a una persona especial… ¿Por qué pensaste que era yo?»

«Porque lo notaba»

«¿Y si no era yo? ¿Y si te equivocaste y ahora has perdido a tu verdadera persona especial?»

«Yo siempre acierto con las personas de las que decido hacerme íntima — aseguraba ella — . Si mi carta hubiese estado regida por otro planeta, habría estado ligada a una persona completamente diferente y habría sabido enseguida que no eras tú. Tú y yo estábamos predestinados»

A continuación, yo le pedía que me leyera las cartas.

«Muy bien. Te haré la tirada de dos cartas»

Del taco, Tais seleccionaba dos cartas entre los Arcanos Mayores, y luego las colocaba frente a mí, con cuidado.

«Vale, ahora formula tu pregunta»

«¿Cómo me voy a casar?»

Con una mano pálida de uñas mordisqueadas, ella le daba la vuelta a la primera carta, la de la izquierda. Un hombre y una mujer con trajes morados, dados de la mano sobre un campo de flores rojas.

«¿Y eso qué significa?»

«Es la carta de El Sol, en este caso invertida — explicaba Tais — . Tal vez tengas una boda superficial y exagerada, aunque también puede significar que no estás teniendo una actitud seria frente a la vida y que, por lo tanto, nunca te vas a casar»

«Yo me voy a casar contigo, Tais, y vamos a tener una boda llena de flores rojas»

«Muy bien. Vamos a la segunda carta»

Una mujer desnuda, volcando dos cántaros de agua en el mar.

«La Estrella. Equilibrio y esperanza. Puede indicar la perfecta armonía que habrá en tu matrimonio»

«¿Te das cuenta, Tais? Está hablando de ti y de mí»

«Sí»

— Por eso, cuando dejaste de hablar, me dio mucha pena. Ibas paseando tu silencio por ahí como si me odiaras, pero no creo que me odies.

Ella me mira con una expresión indescifrable en los ojos.

— Quiero volver a viajar contigo, Tais — digo — . Conducir a tu lado, escuchando a Tame Impala y a Sundara Karma igual que unos cazadores atravesando aguas peligrosas. Podemos ir al pirineo aragonés a conjurar una tormenta. ¿Qué opinas? Tú siempre has querido conjurar una tormenta. O, si te apetece, podemos volver a Cádiz, donde nos conocimos. «Las garzas siempre vuelven a su río de origen», eso me dijiste una vez. ¿Qué, qué te parece?

Tais asiente con un cabeceo, sonriendo abiertamente. Entonces me asalta la ternura; la noto circular por mis brazos y mis dedos, y todo ese cariño que siento hacia ella, hacia nosotros, me hace pensar que me va a estallar el corazón.

— ¿Sí? ¿Lo dices en serio? Ven aquí, Tais. Ven aquí.

La abrazo con fuerza, y ella me abraza con fuerza a mí. Hundo mis dedos en sus mechones con forma de sacacorchos y noto su risa de xilófono resonar en mis oídos. Tais tiene una voz interior preciosa.

Al llegar a la cima de una montaña, o al borde de un acantilado, siempre decía lo mismo. «Hay que pararse y ver. Pararse y mirar». Una lluvia de flores. Los cielos orientales. Un arco iris resplandeciendo en el cielo. La iridiscencia verde del ala de un escarabajo. Una promesa, brillando pálidamente entre las nubes.

Y me paro, y la miro; la miro a los ojos, a través de las lágrimas. Hay personas, como ella, que están hechas para mirar.

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