Las queridas

sputnikamor
11 min readNov 6, 2021
justine kurland

I

Agnes lleva el vestido rojo que se compró hace dos años conmigo. Se le ha caído un tirante, y está sentada en la mesa de la cocina, bebiendo un vaso de leche.

— Hola — dice.

— ¿Cuándo has llegado? — pregunto — No te he oído entrar.

— Hace un rato.

Se sorbe la nariz y sonríe. Tiene el pelo revuelto, y unas pronunciadas ojeras surcan su pequeño y pálido rostro, desconfigurado por el alcohol y la alergia. Mi amiga siempre tiene la nariz roja y los ojos brillantes y las largas pestañas negras agrupadas debido a la humedad; por eso es difícil saber por qué está llorando.

— ¿Estás bien?

Me siento en la mesa, a su lado. Ella suelta un suspiro.

— No lo sé.

Igual que un anciano decepcionado, niega lentamente de un cabeceo, y agarra el vaso. Por un momento, la imagen de mi amiga bebiendo leche me resulta inquietante: la blanquitud del vaso, el esmalte rojo de uñas desconchado, los pelos en el dorso de la primera falange de sus largos dedos.

Temblando, da un sorbo; bajo un bigote de leche, tiemblan sus labios en una mueca; su voz, acelerada por el miedo y un estado de nervios excesivo, también tiembla cuando lo dice, las palabras condensándose, quebrándose en pequeños cristales al entrar en contacto con el frío aire de la cocina:

— Hay algo que me ronda por la cabeza últimamente, y es el hecho de que voy a morir joven. Esta noche he tenido una epifanía. Será algo repentino que me borre de un plumazo.

— ¿Has tomado algo más a parte de alcohol? — pregunto.

— No lo sé — repite.

— Vete a la cama.

— Antes ayúdame a quitarme las botas.

Así que yo, como buena amiga, me arrodillo frente a ella y le ayudo a quitarse las botas, del mismo modo que aquella tarde le ayudé a probarse el vestido rojo. Recuerdo como recogió, por un leve momento, su pelo, dejando al descubierto la base de su cuello, las pequeñas vértebras como joyas, y cayó luego el remanso de rizos sobre su potente hombro, para que yo pudiera subirle la cremallera. Recuerdo la forma en la que sus escápulas se agitaron, alegres, casi tocando los huesos, y al girarse yo quise hundir de lleno, igual que un cachorro que nace ciego y va directo al calor de su madre, la cara entre sus tetas, que olían a sudor y a suavizante.

Lleva unas botas de tacón hasta las rodillas, negras, de cuero falso. Hay algo salvaje, casi primitivo, en sus muslos flacos, sus rodillas descarnadas de Cristo. Rodillas de chico, de agudos relieves, como labradas a mano.

— Es que cuando empiezo a pensar, me pongo histérica — me explica mientras le saco, primero, la bota del pie derecho — . Me da pánico ponerme enferma, o que me atropelle un coche, o que estalle una bomba justo a la hora y en el sitio en el que estoy yo, ¿sabes? Pienso que me voy a morir, todo el rato. Que me van a matar, que mi novio no me quiere, que tengo un tumor en la cabeza o algo así. Una vez leí un artículo que decía que hay más posibilidades de que una pareja se divorcie cuando la mujer está enferma.

Me quedo quieta, con la bota en la mano. Cada vez que Agnes menciona a su novio, es como si recibiera una patada en la cara. Me imagino que Agnes me golpea con la caña de sus botas, una y otra vez. Después comprueba cuidadosamente si hay sangre en las suelas, como Chigurh en aquella escena de No es país para viejos.

Paso a la otra bota.

De repente, Agnes susurra:

— ¿Tía, sabes que Engels estuvo manteniendo y prestando dinero a Marx durante más de cuarenta años?

— No lo sabía — digo. Está muy borracha.

— Y también que lo acompañó como exiliado por toda Europa.

— ¿En serio?

Aunque en realidad estoy pensando en el tacto que deben de ofrecer sus pantorrillas, envueltas en unas medias Color Carne, una curva suave y pálida parecida a la panza de un caballo.

Le saco la bota izquierda.

— Pues sí. A su muerte, Engels pasó un montón de horas traduciendo a la luz de una vela los borradores que había escrito su amigo.

— Acojonante.

— Yo quiero que hagas algo así por mí.

— No sé, Agnes.

Cuando se termina la leche, a falta de saber qué más decir, empiezo a fregar el vaso.

Una vez, volviendo de clase, Agnes me retó a robar un sujetador de un tendero. Lo hice por ella, porque me lo había pedido y estaba conmigo.

Había algo íntimo y olímpico en todo lo que hacíamos juntas.

La miro de reojo: los ojos inyectados, las mejillas sucias y atiesadas por las lágrimas, el tirante todavía caído.

— ¿Tienes hambre? — pregunto.

— No.

— Deberías comer algo antes de irte a la cama. — El vestido le queda mucho más holgado que hace dos años, le baila por la zona del pecho y las caderas.

— No tengo hambre.

Me resigno:

— Como quieras.

— No es mi culpa que yo tenga un problema mental — dice, a la defensiva — . Tú también tienes un problema mental. Sylvia Plath y Anne Sexton tenían problemas mentales, y eran amigas. No pasa nada.

— Y Harper Lee y Truman Capote eran vecinos — respondo, enjuagando el vaso.

Sin embargo, algo más fuerte que su amistad, era la angustia por la vida que compartían; en su biografía sobre Capote, Gerald Clarke escribe: «No tenían otros amigos verdaderos».

Nosotras tampoco tenemos otros amigos verdaderos.

Cierro el frigo y dejo el vaso en el escurridero.

II

Mientras espero junto a la bañera, Agnes se baja las medias y su vestido cae al suelo igual que un pájaro derribado por una escopeta. Cuando se agacha para quitarse las bragas — las crestas iliacas despuntan sutilmente bajo la tela sucia — se revela su extrema delgadez, y tengo que apartar la mirada, descorazonada como una manzana.

Después comienzo a lavarla entera, desde la curva hundida de las axilas hasta el envés de las rodillas, palpando primero la piel, después los tendones y, en último lugar, los huesos. Me doy cuenta entonces de que está desnutrida como un anciano, que su cuerpo es igual que el de esos ángeles y santos andróginos, con el pecho plano, los hombros secos y los omoplatos sobresaliendo a la altura de las alas.

A través del agua, imagino sus muslos lacados de sangre, imagino que rajo su cuerpo sólido sin dividirlo del todo y toco su vagina como una pequeña herida abierta. En un momento dado, Agnes se cubre la cara con las manos y sus sollozos se extienden, altos, amplificados, por todo el baño. Hacía mucho tiempo que no la veía llorar físicamente, llorar con esa fuerza y franqueza infantil de la que es imposible deshacerse. Yo le recojo un mechón de pelo detrás de la oreja y le paso los pulgares por debajo de los ojos, dos manchas de maquillaje corrido, idénticas, en cada párpado inferior, como una lámina del test de Rorschach.

«¿Qué ves en esta imagen? ¿Ves a un animal atacando o la piel de un oso? Si la figura que observas tiene connotaciones agresivas, quizás signifique que guardas miedos e inseguridades hacia tu padre.»

III

Después del baño, la envuelvo en una toalla de felpa y la conduzco a su habitación.

Mientras se viste, recorro con la vista las estanterías llenas de mujeres, Anne Sexton, Anne Carson, Sontag, Plath, Pizarnik, las Brontë; ocho volúmenes encuadernados de El Capital formando la cara de Marx, uno rojo con LA SANTA BIBLIA impreso en el lomo. En dos compartimientos más bajos, el contenido de una nevera desalentadora, velas aromáticas, un peluche, un marco de fotos con una imagen de Agnes y su padre, botellas vacías. En la pared hay una cantidad ingente de recortes de periódicos y revistas, imágenes de delgadas modelos hechas por Pierre Bailly y Nan Goldin, y posters de películas sobre grupos de música y asesinos en serie (el mejor, el de No es país para viejos, con la ilustración de la pistola lanza cuerdas sobre un fondo rojo). En la mesilla de noche, una antología de relatos de Lucía Berlín, un filtrador de aire y botes de antihistamínicos orales varios: Cetirizina, Polaramine, Loratadina, Ebastina.

— Ya estoy.

Con la mansedumbre y el respeto de los animales ardidos por el hambre, me doy la vuelta lentamente: Agnes está despatarrada sobre la colcha con los brazos en cruz, como lista para un sacrificio pagano.

En secundaria, la época en la que nos hicimos amigas, Agnes sufrió una rotura de quiste ovárico. Se desmayó en las duchas del gimnasio del instituto, justo en esa posición, después de una humillante clase de educación física.

Solíamos ducharnos juntas, una al lado de la otra, de cara a la pared. Incluso rodeadas de chicas nos sentíamos juzgadas. Cualquier cosa que hacíamos generaba opiniones entre las demás. Las gordas cerebrito como yo éramos marginadas inmediatamente. También las feas o demasiado flacas. Y las que eran demasiado altas o demasiado bajas. Y las que tenían demasiadas tetas o estaban demasiado planas. Y las que llevaban brackets o corsé ortopédico. Y las que andaban cortas de dinero, como Agnes, que no podía pagarse los libros de texto y siempre llevaba el mismo sujetador. Ducharnos en aquel lugar lleno de miradas elusivas, ropa interior y desodorantes era una actividad lamentable y extraña; una experimentaba la sensación de estar fuera de lugar, desorbitada. Yo, al igual que los chicos del curso, sometía a mis compañeras a un análisis y las puntuaba, comparando de forma exclusiva y obsesiva mis brazos, mis muslos, mis pechos, todo en relación a los suyos. Dice Anne Carson que las chicas son más crueles consigo mismas.

Sin embargo, yo admiraba a mi amiga. Me tomaba la belleza y la inteligencia de las demás como un ataque hacia mi persona, pero Agnes parecía estar hecha para ser escuchada, contemplada. Asumí su presencia como un milagro o un regalo de Dios. Ahí estaba la diferencia. Esa tarde, en los vestuarios del instituto, fue cuando lo entendí absolutamente todo.

Cuando se desplomó junto a mí, imberbe y desnuda, sentí el mismo terror que cuando me bajó la regla por primera vez, la momentánea impresión de miedo del papel de baño saliendo rojo de sangre, repentina e inesperadamente. A gritos, llamé a los profesores de gimnasia, que enseguida avisaron a casa de Agnes y al hospital.

Más tarde la vería desmayarse en las salidas de las discotecas, en los baños de las discotecas, en el baño de casa, incluso en el baño de la facultad, después de que se pasara la mañana entera bebiendo de su termo «con café». No sé por qué intentaba ocultármelo, si ya la había pillado bebiendo vino a cualquier hora, sin techo ni otro reparo alguno, y luego vomitando en el fregadero de la cocina porque algo «le había sentado mal». Escondía, además, botellas vacías detrás de las estanterías, en los cajones y bolsas de basura gigantes, que luego se encargaba de sacar en medio de la noche, a hurtadillas, pero cuyo tintineo yo escuchaba desde mi habitación.

En fin.

La opresión del corazón, la dificultad de respirar, como si me hubieran amputado un miembro pero éste aún estuviera conectado a mi cuerpo y funcionase con el resto: eso era Agnes. Y yo, para ella, era la escucha de un colegio de niñas que la acompañaba allá donde iba, a la biblioteca, a la sección de poesía; al centro comercial, a robar bragas; al parque, a fumar; al despacho de una profesora, aquella vez que fue a reclamar una nota. Era la criada que dormía cerca de ella para poder oír si me llamaba o vomitaba, y extendía mi quimérico brazo con mis quiméricos dedos para acomodarle un quimérico mechón de pelo detrás de la oreja, las dos en mi habitación, la zona espiritual íntima y reservada que teníamos tras una noche de fiesta rodeadas de gente.

Así que ahí estaba yo, en la inhóspita sala de espera de Urgencias, junto al padre de Agnes, un hombre guapo y ceñudo. Tenía las manos dentro de su chaqueta de cuero negra, con cuello de borreguito para protegerse de las rojas corrientes de otoño, y no dejaba de mirarme las botas. No me dirigió la palabra en ningún momento. Fue deprimente. Una vez, Agnes me contó que su padre solía castigarla encerrándola en el baño. El baño era de las habitaciones más frías de su casa. Me dijo que una vez la tuvo un día entero retenida, sin luz ni comida. Se pasó toda la noche tiritando en la bañera, doblada de dolor.

El reloj de la sala de espera marcaba las doce. Me comí siete chicles. Recordé los versos del poeta Borís Pasternak: «No te adormezcas, no duermas, trabaja / no hagas un alto en tu tarea / no duermas, lucha contra el sueño / lo mismo que el piloto, o que la estrella / no duermas, artista, no duermas». Agnes y yo soñábamos con ir juntas a la Universidad y compartir piso y estudiar a los autores rusos, aquellos que Stalin llamaba «ingenieros de almas». Nosotras también queríamos ser unas ingenieras del alma.

Después del quiste ovárico, Agnes estuvo mezclando alcohol con los antibióticos que le habían recetado, junto a las habituales pastillas de la alergia. «Más fuerte que un hombre, más simple que un niño, su naturaleza se mantuvo sola». Esa es la evaluación que Charlotte Brönte hace sobre su hermana Emily.

IV

Un año antes de que me fuera a vivir con ella, mi padre, con el que no hablaba mucho, llegó a casa con una versión holandesa de segunda mano del vinilo de Albatross de Fleetwood Mac, que le acababa de comprar a un tío en el metro. Había escuchado el disco antes; sin embargo, aquella versión tenía una cara B, «una cara secreta», dijo mi padre, con siete canciones exclusivas de Christine Perfect antes de que se convirtiera en Christine McVie.

En el sótano teníamos un viejo tocadiscos, así que bajamos y, arrebujados en nuestras chaquetas (era la habitación más fría de la casa), escuchamos la suave y conmovedora voz de aquella mujer. Fue la primera vez que me sentí percibida y querida por mi padre.

Mientras la arropo, la súplica de Agnes me llega a través de la penumbra igual que una caricia.

— Duerme conmigo — dice — . Dame un beso. Mi novio nunca me besa.

— No puedo, Agnes.

— Eres mi mejor amiga. Llevamos juntas desde los doce años.

Tengo la boca reseca. No sé qué decir. A mis veintidós años no he besado ni tocado a un sólo hombre.

— No puedo — repito.

Ella me tiende un escuálido brazo e ilusorio; le doy un beso en el hueso que sobresale de la muñeca, temblando.

— Por favor — ruega — . Abrázame. Mi padre nunca me abraza.

Ardida por el deseo de ayudarla, paso las manos por su cuello, aspiro su aroma cual animal curioso, y la abrazo. Le huele el aliento a alcohol, su sobresaliente esternón se me clava en la carne y siento las lágrimas asomar a mis ojos cuando algo en la oscuridad, un mechón rizado de su pelo, quizá, me roza el hombro.

— Hace frío — lloriquea, todavía borracha.

— He puesto el calefactor — le digo. Sólo espero que se sienta querida — . Enseguida notarás el calor.

— No cierres la puerta con llave.

— No lo haré. Esta puerta no tiene cerradura. Puedes salir cuando quieras.

Me separo de ella. Un dolor vago y sordo me atenaza justo en el espacio izquierdo del pecho, como si me hubiesen encajado una hoz en el corazón. Siento que podría morir en cualquier momento.

— Buenas noches, Agnes.

Apago la luz y cierro la puerta.

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