Matadragones

sputnikamor
6 min readJun 2, 2023

La noticia es como una dehiscencia. Hombre apuñalado a la salida de un club nocturno. Es su padre quien le pasa el enlace. En la imagen de portada aparece el letrero luminoso del local, un mundo hermoso, antiguo, y la cinta policial formando una especie de pentáculo invertido. Su nombre y apellido están en negrita. Algo se revuelve en su interior. No le habría sentado tan mal leer su nombre si fuese de día, si no estuviese sola en su cuarto, si no hubiese pasado tanto tiempo desde entonces. Sin reclamos ni sorpresas ni humillaciones.

El contraveneno había sido el perdón. Aunque él, ahora que lo piensa, nunca se disculpó, nunca le dijo lo siento, una frase que ella usa para casi todo, hasta el punto en el que pierde su significado, lo siento, lo siento, lo siento, cuando llega tarde a su turno o se confunde de puerta o tiene que empujar a alguien suavemente para hacerse paso. Los empujones, tan antiguos que desconoce su origen. Los insultos. Cualquier cosa le era suficiente para comenzar con los insultos. Sigue leyendo. En estado muy grave, sentencia el artículo.

Las manos, con las uñas mordidas y los nudillos secos y agrietados, aguardan sobre el teclado. Ojalá se muera, piensa entonces. No recuerda el tamaño o la ubicación de la herida. Cierra el portátil de golpe, se da la vuelta en la cama y llama a Edme. Su amiga coge al tercer pitido.

Lo acabo de leer, le dice, entre dolida y emocionada, ¿tú lo sabías?

.

La ve llegar por la ventana. El pelo húmedo por el definidor de rizos brillando en la oscuridad, los ojos enfebrecidos por el perfilador verde. Un monstruo fabuloso. Abre el portero antes de que tenga que timbrar. Se siente igual que en una de esas noches, cuando todavía iban al instituto y Edme se quedaba a dormir en su casa porque su madre trabajaba de noche y aquello era un motivo de fiesta para ellas, porque podían cenar viendo Patito Feo y luego jugar a la ouija.

Conserva cualquier resto de aquella época, antes de que llegasen los problemas: el diccionario ilustrado de latín-español, las tablas de las declinaciones griegas, las lecturas de literatura universal con los pos-it sobresaliendo por los costados. Drácula, Ivanhoe, Edme leyendo Los renglones torcidos de Dios con un rotulador rosa fosforito en la boca. Las únicas estudiantes de Letras que realmente iban a las clases y tenían planeado hacer una carrera de Humanidades.

Cuando eran las únicas alumnas, el profesor de literatura, su favorito, se salía del temario y les recomendaba novelas, canciones y cuadros. Ellas le respondían con el mismo entusiasmo. Hablaban del Infierno de Dante, miraban las pinturas de William Blake, leían en voz alta pasajes de la Biblia y el Apocalipsis. Edme se compró el Viejo y Nuevo Testamento y anotaba cosas en los márgenes cada vez que algo le recordaba a otra cosa. Una vez, el profe trajo donuts y el Bestiario de Tolkien sobre las criaturas de la Tierra Media: todavía puede paladear la emoción del momento, disfrutar del conocimiento y de sus dedos pegajosos por el glaseado.

También está su joyero, claro, en el que aún guarda las pulseras de la amistad de Claire’s, postales de viajes, tarjetas con purpurina, entradas de conciertos y de películas, bolsitas de organza con pendientes de botones, cordones de cuero, conchas marinas, pintalabios, lazos, pegatinas, etiquetas, tickets. El espejo de su tocador, con el resplandor rojizo de una vela quemándose, el rosario colgado y fotos de ella y Edme incrustadas en los bordes.

Cuando Edme llega, no hablan de lo sucedido. Se echan una tela de felpa suave encima y ven desfiles de moda de Alexander Mcqueen. Hubo un tiempo en el que estuvo obsesionada con el diseñador, porque él también había sufrido abusos y escuchaba a Sinead O’Connor; cada vez que se sentía triste o pérdida, volvía a ver sus desfiles, en los que las modelos parecían criaturas mitológicas y caminaban somnolientas y tenían los bordes de los vestidos desgarrados por la zona del pecho y la entrepierna, como si acabaran de ser violadas; reiniciaba el vídeo, luego pasaba al siguiente, Sinead O’Connor hablando de su infancia con su madre, de la pérdida de su hijo; lloraba, fumaba, quemaba una vela, dormitaba y vuelta a empezar.

Así habían sido las cosas. Ella y Edme son diferentes, comprende entonces, viendo el rostro de su amiga iluminado por la luz de la pantalla; el pelo mojado, recién lavado, con olor a menta y a limón. Edme es el tipo de chica que estudia una carrera, viaja, experimenta, tiene relaciones hermosas y puras con chicos y chicas, y ella es la que queda asolada por una relación abusiva, incapaz de terminar Bachillerato.

Durante unos años piensa que todo es culpa suya, por haberse involucrado con un tío de veintitantos cuando ella todavía tenía dieciséis, por ser tan tonta, por no tener carácter, por dejar que le hundiera las garras en la carne de esa forma y que se la follara sin condón aún sabiendo las consecuencia. Cuando se tomó la píldora del día después, se metió en su cama y se retorció de dolor durante tres horas, como cuando tenía la regla, pero peor; hundió la cabeza en la almohada y lloró con rabia reptil y pensó en el dragón rojo de siete cabezas que se detuvo delante de la mujer que iba a dar a luz, para comerse a su hijo en cuanto naciera.

Suspende todas y deja el instituto. Un día antes de que Edme empiece sus estudios universitarios en el extranjero, organizan una merienda en el parque que hay cerca de sus casas. Se ponen sus vestidos de verano, el de Edme de flores; el suyo, de cuadros, con el que se le ven las cicatrices de los brazos y los muslos. Es en ese momento cuando Edme le dice que se marcha. Se siente huérfana. El templo se desmorona, el mundo desaparece. Edme, la llama. No sabe muy bien lo que va a decir, pero es como si confesara lo que, hasta entonces, había mantenido en secreto en su corazón; algo que, hasta que no lo dice en voz alta, no sabía que fuera posible, que estuviera ahí. La brecha entre ellas se abre. Edme. Creo que nunca lo voy a superar.

.

Se mete a un FP de Auxiliar de Enfermería para no pasarse los días encerrada en su cuarto. Trabajar le ayuda a no pensar; pero cuando regresa a casa, se mira en el espejo y se reconoce mejor que nunca: Fumadora. Nunca respeta los horarios entre las comidas. Problemas para conciliar el sueño. Se levanta cansada. No tiene motivación ni ilusión por nada. Vive con sus padres. Presenta miedo. Se le observa nerviosa y tiene crisis de ansiedad a menudo. Lleva un crucifijo, pero sólo por estética.

Una mañana, recibe una carta de Edme desde su nueva ciudad. Dentro no hay ningún escrito, solamente una postal de un cuadro de Paolo Uccello. Se acuerda de la pintura de haberla visto en clase, cuando estudiaron la leyenda de San Jorge y el dragón. Pero no se fija ni en el dragón ni en el caballero, sino en la dama, inmóvil, seria, apartada, siempre apartada. Detrás, una frase corta, de la canción de Troy de Sinead O’connor: «Mataría un dragón por ti». Lo mismo que dijo mientras hojeaban el Bestiario de Tolkien. Estaban de rodillas frente al libro, como si rezaran. Edme señaló la hermosa ilustración de Smaug protegiendo una montaña de monedas de oro y dijo: «mataría un dragón por ti».

.

Actualiza la página del periódico hasta leer lo que quiere: Muere el hombre apuñalado a la salida de un club nocturno el pasado sábado. Edme dice que se puede quedar a pasar la noche si quiere. Siempre es así; se adelanta para que nunca tenga que pedir lo que necesita. Le presta uno de sus pijamas y se colocan en la disposición habitual, de frente pero sin tocarse. ¿Fuiste tú?, imagina que le pregunta, ¿lo mataste tú?, la sensación de ser salvada, de ser vengada, ¿lo mataste por mí? Sabe que, si lo hiciera, su amiga le diría la verdad.

Pero no hace falta. Ya no hace falta.

--

--