Nagasaki

sputnikamor
12 min readJul 7, 2022

Una noche oscura, en un pequeño pueblo de Almería, una niña sufre como si tuviera al demonio dentro.

Rabiosa, se retuerce sobre una colcha de anverso rosa con lunares blancos y reverso blanco con lunares rosas. Una sanguijuela se le ha aferrado a la barriga y no la deja en paz. La niña se agita, gimotea, patalea, porque aunque las señoras del pueblo digan que ya no es una niña (hace un año, con doce, le bajó la regla por primera vez), ella todavía no sabe qué es una mujer ni qué significa serlo, y solo quiere llorar. Llorar y gritar. Pero cada mes, la niña se vuelve sorda, muda, ciega; lo único siente es dolor.

No hay recuerdos del pasado, tampoco existe tiempo. Atrincherada en su habitación, con el crucifijo sobre el escritorio, la niña se pregunta cuánto durará esto, si toda su vida será así. Eso, por supuesto, ella todavía no lo sabe. Su abuela también desconoce el motivo de tanto lloriqueo, hasta que una noche, creyendo que a la niña la está poseyendo el demonio, decide llamar a María Rasi, la curandera del pueblo.

Nada más terminar de cenar, la niña vomita de camino al retrete, sobre los baldosines con forma de escama del cuarto de baño, y una línea de sangre espesa desciende perezosamente por el cauce de su muslo, río abajo como un pececillo de herejía. La voz de su abuela, entremezclada con la de María Rasi, le llega como a través del agua. Rasi, Rasi. ¿Pero qué pasa, mujer? Mira que a la cría le da un yonoseque cada vez que le viene la regla. La niña, agazapada sobre los baldosines, entra y sale del mundo a cada segundo.

Le da un trago al brebaje que le ha preparado María Rasi, con su pelo negro y sus pómulos salientes de árabe, y enseguida regresan las arcadas. Se echa sobre la taza del váter en posición de oración musulmana. Sus hombros delgados y morenos, en una camiseta de tirantes rosa, se sacuden violentamente hasta que se queda vacía.

La niña se llama Luminita, pero todos en el pueblo, los mayores, sus amigos, incluso los profesores, le llaman Lumi. Tras el conjuro, Lumi aprende a vivir con el demonio, aunque hay días que le duele tanto que no puede salir de la cama. ¿Otra vez con la sanguijuela?, gruñe su abuela, desesperada. Te voy a dar una, vamos a ver, ¿pero a ti qué te duele? Pues no sé, yaya, aquí, en la tripa, responde Lumi doblada por la mitad. Pero, niña, ¡es que la regla duele!

Su mejor amiga Inés quiere saber por qué falta tanto a clase. Lumi siente demasiada vergüenza como para hablar de ello. Es secreto, susurra. ¿Es que es algo sagrado?, pregunta Inés. Lumi niega con un cabeceo.

En secundaria, como todas las chicas de su edad, Inés y Lumi empiezan a emborracharse todos los fines de semana, haga malo o haga bueno. Se refugian en la ermita de los Desamparados, en una pequeña nave que ha perdido la armadura salvo el muro Oeste, y van bebiendo de una botella de vodka azul a turnos mientras intercambian confidencias: es que estoy poseída por el demonio, le dice Lumi a Inés una noche, en voz baja, pasándole la botella. Una vez Rasi me hizo un exorcismo, pero no me lo sacó, y ahora cada vez que me baja la regla me desangro entera. Estoy maldita.

La piel de Inés brilla como cuarzo blanco en la oscuridad de la ermita; Lumi, morena, se la queda mirando. ¿No dices nada?, pregunta, asustada. ¿Te has enfadado conmigo?

No, responde Inés suavemente, después de pegar un trago.

Cuando bajan al pueblo se tienen las manos cogidas, porque van demasiado borrachas y apenas pueden caminar en línea recta. Inés ve dos macetas con flores en el alféizar de una ventana, una al lado de la otra, y le dice a Lumi, riendo: mira, Lu, somos tú y yo.

¿Entonces sigues siendo mi amiga, aunque esté maldita?, pregunta Lumi con las lágrimas saltadas. Inés asiente con solemnidad. Siempre, dice. ¿Me prometes que no se lo contarás a nadie? Te lo juro por mi madre y por la Virgen de los Desamparados, Lu. Inés la besa en la mejilla y se marcha, con los pies desnudos, zapatos en mano, por las calles estrechas y polvorientas. Esas palabras son como un hechizo.

Lumi atraviesa tambaleante el barrio de los judíos. Pero a medio camino, justo antes de llegar a la plaza, siente un temblor en la boca del estómago. Dolorida, se cobija entre dos coches y se baja las bragas, tan rojas como la pantalla mental cuando se cierra los ojos bajo el sol. La sanguijuela, piensa aterrorizada. Temblando de arriba a abajo, se acomoda la falda y oscila, pálida como un fantasma, hasta su casa. Las paredes encaladas del Barrio de la Judería brillan con una magia trascendental bajo la luz de la luna, igual que la piel de Inés. A su retina afluyen recuerdos de la infancia.

Antes de entrar vomita sobre los tiestos de geranio de la entrada. Tratando de hacer el menor ruido posible para no despertar a su abuela, saca el manojo de llaves; sus manos tiemblan tanto que tarda cuatro intentos en encontrar la correcta y encajarla en la cerradura.

Cuando da un paso sobre el suelo alfombrado, pierde el equilibrio; por suerte, alcanza a encaramarse a la campana de viento de la puerta, que produce un tintineo claro y brillante, casi milagroso, ¡tilín tilín!, y cierra los ojos y cuenta hasta cinco (uno… dos… tres… cuatro… cinco), pero al abrirlos se marea y de un tirón, arranca la campanilla y se va al suelo estrepitosamente, golpeándose la cabeza contra el aparador de madera. Tira la figurilla de escayola del niño Jesús, que se parte entera. Ay. La chica suelta un débil quejido, aunque en realidad está demasiado bebida para sentir dolor alguno. Láminas de asunto religioso la miran desde arriba con desaprobación. Gateando, se dirige a su habitación. En los mechones negros pegados a su frente, en la fuerza con la que clava las uñas en la alfombra para escalar por el pasillo, exhala su último aliento; emana de ella un aire de mala suerte, yace como animal herido.

Su abuela se la encuentra así, borracha, herida y a gatas, arrastrándose por el pasillo igual que un perro perdiguero.

Mira que llegar en este estado, le dice. No tienes vergüenza.

En vacaciones, después de terminar el bachillerato, dos chicos las siguen en una furgoneta. Subid, dicen. Os invitamos a kebab y a polen. Uno es guapo, el otro feo. Divertidas por la situación, Lumi e Inés se acomodan en la parte trasera a fumar con ellos.

Los chicos las llevan a la ciudad. Al ser verano, todos los locales están abiertos, y ellas, gracias a esas cualidades consideradas como propias de mujer, pueden entrar gratis. Inés y Lumi se ponen sus mejores galas, vestidos kimono, pantalones acampanados, blusas estilo sari, listas para bailar durante horas. Dadas de la mano, de vez en cuando salen a mear y a fumar juntas; se paran junto al bordillo una al lado de la otra, en silencio, tiritando, igual que una pareja de pingüinos combatiendo el frío polar, mientras chicos teñidos y chicas rapadas las miran con curiosidad. Dan caladas a sus cigarrillos filosóficamente, sumidas en la azulada fluorescencia de la ciudad.

Me gusta, anuncia Inés al final. Lumi ya lo sabe, así que se hace la tonta: ¿quién, el guapo? Sí. Ah. Se llama Elías. Elías e Inés. Inés y Elías. Queda bien, ¿verdad?

Lumi da una calada, pensativa. Sí, supongo.

¿A ti también te gusta, o qué?, pregunta Inés con picardía, y le pone la mano debajo de la barbilla para burlarse de ella. De su blanca muñeca cuelga una pulsera de metal dorado con unos motivos que parecen ojos de gato; Lumi lleva unas enormes gafas de sol de cristales rosas. Elías, qué nombre tan feo, piensa.

Oye, ¿estás bien?, pregunta Inés, preocupada. Estás un poco pálida; no tendrás el demonio ahora, ¿verdad? No, tranquila. ¡Entonces vamos a bailar!

Una noche, en los baños de una discoteca, Lumi entabla conversación con una chica muy simpática que le ofrece una pastilla. Se la queda mirando con intensidad, como estudiándola. ¿Qué es?, pregunta por fin. Éxtasis. ¿Éxtasis? ¿Pero eso no era de una escultura? ¿L’Estasi di Santa Teresa o algo así? La chica se ríe. Eso mismo. La droga del Amor.

A la mañana siguiente, Elías las lleva de vuelta al pueblo en su furgoneta. Inés y Elías se despiden con un beso en la boca, y Lumi le da las gracias por haberlas acercado hasta casa. Esa mañana, Lumi lo ve todo de otra forma: ella no está en el mundo para sufrir una condena, sino para amar. De camino al pueblo les llega el aroma de los geranios de los balcones. Mira, Lu, somos tú y yo. Con un cigarrillo sin encender entre sus dedos, como un bonito anillo, Inés la mira con una ternura rayana en la tristeza. Es una chica guapa, y su maquillaje corrido no hace sino acentuar esa sensación de ruptura, de despedida. Haciendo un gran esfuerzo por no echarse a llorar, Lumi siente que es atravesada por la punzante flecha del amor.

Cuando termina el verano, Inés se marcha a estudiar a Almería. Regresan entonces para Lumi los mareos, los vómitos y los dolores sordos. Una tarde que deambula sola por las calles del pueblo, una vecina se la encuentra hecha un ovillo en el bebedero de piedra. La anciana, que es muy amiga de su abuela, se la lleva a su casa y le deja sentarse en su sillón. ¿Tienes algo para el dolor?, pregunta Lumi. Esto es lo que tomo yo, hija mía, me las recomendó el médico para la lumbalgia. Lumi le echa un rápido vistazo al manoseado cartón de pastillas: Vortioxetina. Trata de memorizar el nombre y, antes de volver con su abuela, birla una apolillada botella de pacharán de la vitrina del salón.

Junto a la Vortioxetina, la música también la alivia a un nivel espiritual: completamente medicada, con Fleetwood Mac sonando en su Walkman MP3 (su regalo por los diecinueve), Lumi se echa en su cama y se hunde en un agradable sueño multicolor: Inés y ella, con sus galas de verano, echan carreras por unas calles de aire melancólico. En una puerta ven un letrero luminoso que dice Uñas Paraíso. Tras el cristal puede apreciarse una estantería llena de esmaltes de todos los colores. Uñas de gel francesa, 25; Uñas de porcelana, 22.

Todas las noches, para conciliar el sueño, le da unos tragos a la botella de pacharán. Cuando se le termina, camina hasta el hipermercado a por reservas y nada más llegar las guarda debajo de la cama. No tiene ganas de reír ni de bailar ni de masturbarse, pero por lo menos ya no le duele la regla.

Llama a Elías. Su abuela ha salido a la compra y ella estaba tan aburrida que, a lo tonto, se ha pimplado una botella entera en menos de una hora. ¿Una botella entera?, exclama el chico cuando irrumpe en su habitación, cuyas paredes rosas le sientan como una bofetada. Agonizante, abandonada, hundida en la miseria más absoluta, Lumi gime desde su colcha de anverso rosa con lunares blancos y reverso blanco con lunares rosas. Elías deshace el botón de la manga de su blusa, enrolla el puño hasta el codo y le toma el pulso. Se percata, entonces, de la caja de cartón de Vortioxetina que está a su lado. ¿Y con antidepresivos? ¡Esto es como una bomba, Lumi!

A Lumi le gusta la manera en la que suenan esas palabras en su boca, como una bomba. Sí, eso mismo, eso es lo que ha sido su vida hasta ahora, una bomba, una bomba atómica que, un buen día, cayó sobre ella y, ¡búm! la volatilizó entera. Ella, ciudad mártir sofocada por el ruido, la fuerza y el polvo radiactivo, desde entonces lo único que ha hecho ha sido lamentarse y preguntarse por qué. Por qué a ella.

Mientras conduce a toda prisa, Elías no deja de repetir: estás loca, joder, estás loca.

Lumi, agazapada en el asiento del copiloto, echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada. Me la robaste, balbucea de repente, con el pelo todo alborotado. Sin apartar la vista de la carretera, el pobre chico la mira por el rabillo del ojo. ¿De quién estás hablando? ¡De Inés, imbécil! ¡Tú me la robaste!

Como un santo preso del éxtasis, Lumi se abalanza sobre él y Elías pega un volantazo. ¡Coño, Lumi, que a este paso no llegamos!

En el hospital, incluso después del lavado de estómago, Lumi no siente ningún cambio en ella. Bajo la enfermiza luz fluorescente de la consulta, a tres kilos de tener bajo peso, le explica a la doctora todo lo que le aflige. Los calambres, los desmayos, la sangre. Es casi como si se estuviera confesando ante un sacerdote. Recuerda aquella noche en la que, al volver de fiesta, entró en la Iglesia vacía y, bastante colocada, se abrió paso entre la oscuridad y tomó asiento en un banco. La luz de la luna, filtrada por las coloridas vidrieras, irrumpía, psicodélica, en la capilla; a través de la confusa luz tecnicolor, como un caleidoscopio de juguete, Lumi ubicó a la Virgen de los Desamparados. Juntó las palmas. Quiero irme de este puto pueblo, dijo. No quiero tener al demonio dentro. No me lo merezco. De ahora en adelante, juro ser más buena. Pero, por favor, líbrame de este cuerpo de muerte. No me lo merezco.

Lo suelta todo: la angustia, la rabia, el dolor. La doctora toma nota de cada cosa que dice. Finalmente, baja el bolígrafo, la mira y, sin mostrar alegría ni tristeza, le explica que lo más probable es que lo suyo se trate de endometriosis. Lumi memoriza la palabreja. ¿Y qué significa esto?, escupe. ¿Es porque he sido mala? ¿Por eso tengo al demonio dentro? Calmada, la doctora le dice que no, que no tiene el demonio dentro; es solo una enfermedad que afecta a algunas mujeres y que a veces puede llegar a causar infertilidad. Le receta un montón de cosas para el dolor. En casos extremos se podría recurrir a la operación, añade.

Lumi regresa al coche todavía un poco mareada. Elías, guapísimo, ha estado esperándola todo este tiempo. Cuando abre la portezuela, la mira con genuina ternura y le pregunta qué tal ha ido todo, cómo se encuentra. Ella solo es capaz de encogerse de hombros. Bien, supongo.

Nada más llegar a casa llama a Inés. El teléfono que compró su abuela es de ruleta y tarda un poco en marcar el número, pero la chica enseguida descuelga con un alegre y cosmopolita ¿sí? y Lumi solo es capaz de decir:

Inés.

¿Lu?, responde Inés. ¿Pasa algo? ¿Va todo bien, Lu?

De repente, Lumi cae en la cuenta de que durante los seis meses que ha estado fuera, Inés no la ha llamado ni le ha enviado una carta tal y como prometió.

Estoy bien, dice.

Sin embargo, Inés, que la conoce desde que eran pequeñas, sabe que no es verdad; el silencio comienza a enarbolarse, sin miramientos, entre ellas.

Bueno, empieza a decir Lumi. Anoche estaba un poco mal y tuve que ir al hospital. Pero ya estoy mejor.

¿Por el demonio?

No, por el demonio no, musita Lumi. Yo no tengo al demonio, Inés; era todo mentira. La doctora me ha dicho que tengo endometriosis.

¿Endometriosis?

Quería que lo supieras, porque tú fuiste la única a la que le conté lo de la regla.

¿Y eso qué es?

Una enfermedad. A otras también les pasa. Por eso me duele tanto la regla. Pero tranquila, que no me voy a morir por eso, explica Lumi con rapidez. Lo más seguro es que no pueda quedarme embarazada, pero ya está.

Aún así, dice Inés con lástima, es una pena, Lu.

Ya.

De todos modos, aunque no puedas quedarte embarazada, puedes adoptar, ¿no?

Sí, suspira Lumi. En fin, ahora no es momento de pensar en eso.

Pero yo siempre he pensado que tú serías la mejor madre del mundo, insiste Inés. Aunque lo del demonio fuera cierto y estuvieras maldita.

Lumi arruga el ceño. ¿Por qué?

¡Porque eres buena, Lu! Y porque sabes cómo querer a las personas.

No me digas eso.

Es verdad. Siempre has cuidado muy bien de mí, como cuando me pasaba con el alcohol y tú me sujetabas el pelo mientras yo vomitaba.

Se ríen las dos a la vez. Lumi tiene esa sensación de estar viéndose desde fuera cuando Inés le pregunta:

Tú me quieres, ¿verdad, Lu?

Sí, confiesa Lumi sin saber qué más decir.

Cuando cuelga, ve a su abuela en el marco de la puerta mirándola con resignación.

Lumi sale de casa y, a paso ligero, se dirige a la ermita de los Desamparados. Ruinas, solo ruinas. Kilómetros y kilómetros de blanca llanura. Cada vez que vuelve sobre sus pasos, que atraviesa esas callejuelas empedradas de casitas encaladas y balcones escupiendo geranios, piensa en ella e Inés despidiéndose con un abrazo. Tal vez, piensa, tal vez, con suerte, en el barrio de otro pueblo, en el sector de una gran ciudad, haya otra Inés y otra Lumi diciéndose adiós y reencontrándose eternamente; dos niñas perdiendo el tiempo y el conocimiento a base de alcohol, tendidas en el suelo frío de una ermita contemplando un techo que se derrumba sobre ellas para luego dibujar con un trozo de ramita corazones en el polvo. Tal vez, piensa. Con suerte.

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