Sunburn

sputnikamor
11 min readDec 8, 2023

Había una plaza libre, lejos de la entrada; el cielo dejó de discurrir en el cristal de sus Ray Ban hexagonales cuando aparcó. Apagó la radio, se quitó las gafas, las guardó en la guantera y, a duras penas, se volvió hacia atrás para desatarle el cinturón.

— ¿Ya hemos llegado? — preguntó la niña. Jugaba a la Nintendo DS, un juego que consistía en acariciar, pasear y bañar perritos.

— Aún no.

Le puso las Lelli Kelly de velcro y la visera, luego cogió su bolsa y con la mano libre le estrechó el brazo. Cruzaron el extenso parking bajo un sol brutal, igual que dos penitentes. Las líneas de estacionamiento, descoloridas, se movían fluidamente como culebras. La niña supo que estaban en esa zona extraña de la ciudad, a las afueras, donde había concesionarios, restaurantes e hipermercados, y cada sitio tenía su propio aparcamiento.

Horas antes, mientras avanzaba por la A-23, con una mano en el volante y la otra en el móvil para leer las reseñas en Google, Salva se había decantado por aquel gimnasio, a quince minutos en coche del apartamento, con aire acondicionado y equipamiento renovado. Según las fotos, todas las máquinas tenían un tapizado verde que daba una sensación de frescura y familiaridad; uno de esos gimnasios en los que organizaban actividades colectivas especiales por Navidad — en las que, naturalmente, todos llevaban un gorro de Papá Noel — y ponían remezclas de canciones de Adele y Ed Sheeran durante los entrenamientos.

Una chica acercó una pulsera de goma verde a la canceladora y pasó por su lado. El joven de recepción lucía un bigote prepuberal, como polvo de cacao espolvoreado sobre el labio superior, y vestía una camiseta verde con el nombre de la cadena deportiva.

— Un bono semanal, por favor.

— Muy bien. — Terminó de teclear algo en su ordenador y lo miró — . Para eso tengo que hacerte una ficha. Será un momento de nada.

— Vengo con mi hija.

La señaló con el pulgar, como si fuese algo inanimado, un mueble viejo que despachar. Dos trenzas desiguales y una camiseta con un logotipo agrietado de Snoopy.

— ¿Cuántos años tiene?

Salva dudó un momento antes de responder. Miró a la pequeña. Le devolvió la mirada con unos ojos grandes e inocuos, unos ojos gigantes respecto al tamaño de su cuerpo, como un dibujo animado.

— Seis.

La niña volvió a agachar la cabeza hacia la pantalla. A Salva le pareció que suspiraba; ¿se había equivocado? Empezó a hacer cálculos mentales.

— Lo siento. Según la normativa, los menores de edad no pueden hacer un uso libre de los espacios deportivos del centro.

— Ella no entrena. Puede quedarse sentada en una esterilla jugando a la consola. Es muy formal, ¿verdad, Idea?

La niña asintió con un cabeceo, sin apartar la vista del juego.

— Este no es el ambiente apropiado para una niña — dijo el recepcionista.

— Tengo una competición en septiembre y no tengo con quién dejarla.

El chaval se encogió de hombros.

— Es la normativa.

Salva no supo si darle un puñetazo o un mordisco; en su lugar, se pasó una mano por la cabeza, un gesto que adoptó cuando tenía flequillo y se lo apartaba continuamente de la cara. Ahora, en cambio, llevaba el pelo rapado, casi al cero, algo que no requería mucho trabajo, tal vez un retoque con la maquinilla cada pocas semanas. Aprovechaba, de paso, para quitarse todo el vello. Los músculos destacaban más en un cuerpo lampiño, como el del impúber que tenía enfrente; pedazo de inútil, pensó, tú no entiendes nada, no sabes de qué va esto.

— Pensándolo bien — repuso el joven, en busca de una solución — , ella puede hacer uso de las piscinas.

— ¿Puede pasar con mi bono?

— No. El bono es de uso individual e intransferible.

— Pues hazle uno a ella también.

— ¿Cuántos años has dicho que tiene?

— Seis.

— En ese caso, debe estar acompañada de un adulto en todo momento.

— Pero yo tengo que entrenar.

— Los menores de edad tienen restringido el uso de la sala fitness.

Llevaba ocho horas de viaje y desde el desayuno no había tenido tiempo de parar un momento, de probar bocado; debía de estar sufriendo una alucinación, o catabolizando. La chica que antes había pasado la pulsera por la canceladora se acercó disimuladamente. Una falda de tenista y un llamativo sujetador de bikini naranja combinaban con su piel bronceada y adherida a los músculos, reluciente por alguna loción corporal; una piel hidratada y jugosa, un aroma a desodorante, vainilla y azúcar.

— Ve a entrenar — le dijo — . Yo me quedo con ella.

Sobre la cinturilla de la falda, Salva adivinó el parpadeo de un piercing, cuando se acercó a la niña y le puso las manos en los hombros. De un brazo dorado y prieto colgaba un bolso con un enorme pompón de llavero.

— ¿De verdad?

— ¿Qué te toca? — preguntó.

— Empujes planos y tríceps — respondió — . Voy rápido. No más de una hora. Idea, pórtate bien y haz caso a la chica, ¿vale?

Mientras aquel tío enorme y musculado rellenaba la ficha con un pequeño bolígrafo (también de la propia cadena deportiva), el recepcionista siguió con el rollo de siempre, igual que un altavoz inteligente:

— Por razones de higiene, el uso de toallas es obligatorio. También el uso de ropa y calzado adecuado. Mientras descansas entre series, tienes que dejar la máquina libre para que otros usuarios puedan usarla. No se pueden reservar las máquinas. Tampoco dejar caer las pesas ni hacer el burro. La bolsa y otras pertenencias personales puedes guardarlas en una taquilla.

La chica salió con Idea. La niña rozaba la suela de sus zapatillas de flores por el asfalto, como cansada o aburrida. Dadas de la mano, avanzaron por el estacionamiento a pasitos cortos, como pingüinos.

— ¿A qué jugabas? — le preguntó la chica.

— Al Nintendogs.

— ¿Y eres buena?

— El juego no va de ser bueno o malo, ¿sabes? Sólo tienes que cuidar perros. Aunque si no les haces caso no pasa nada, porque no se mueren.

A veces, Idea se sentía como un perro de Nintendogs.

— Ya veo, ya.

La chica apoyó el culo en el bordillo de la acera y dejó el bolso a su lado. De él sacó una botella de plástico con agua recalentada y unas gafas de sol, protegidas en un rígido estuche con un estampado de piel de cocodrilo. Así, con las gafas puestas, parecía una celebridad. A Idea le gustó todo de ella, especialmente aquel bolso negro y cuadrado, elegante, nada comparado con la Munich 72 que su padre se empeñaba de llevar a todas partes. Además, cabía de todo: un peine plegable de viaje con el que se desenredó el pelo rubio, casi blanco; un espray de Hollister con el que se perfumó la coronilla, el cuello y las muñecas; un brillo de labios que le dejó una textura gelificada alrededor de la boca, una crema de manos.

Se recogió la melena con una pinza en lo alto de la cabeza, extendió los brazos al sol y cerró los ojos, igual que un monje budista que hace abandono del mundo. Parecía que su propósito fuera derretirse y fundirse tiernamente con el pavimento.

— ¿Qué haces? — le preguntó Idea.

— Broncearme.

— Pero si ya estás morena.

Tenía unas pestañas largas y oscuras, una sonrisa blanca como en los anuncios de dentífricos.

Después del entrenamiento su padre parecía de mejor humor. Dejaron las maletas en el apartamento y rápidamente bajaron a hacer la compra al Mercadona más cercano. Idea cogía impulso y se subía al carrito mientras Salva lanzaba al interior bandejas de pechuga de pollo, bolsas de merluza congelada, paquetes de pasta y arroz, queso fresco batido, huevos, claras. Luego, en casa, preparaba el pollo con arroz blanco y lo dividía en dos raciones para la playa.

Ese era el plan: extenderse la crema de sol mutuamente y broncearse hasta la hora de comer. Idea decía que tenía la espalda y los hombros llenos de granos, como cráteres lunares. Miraban las lanchas motoras cascar el mar y dejar una marca de agua removida tras ellas, con los tuppers de plástico balanceándose sobre las rodillas. Si por la tarde aún les quedaba energía, daban un paseo (un refresco de color neón, antinatural, con las burbujas elevándose igual que en una lámpara de lava, para ella, y un botellín de agua para él) y se iban temprano a dormir. A la mañana siguiente, Salva madrugaba para preparar el desayuno y entrenar. Idea desayunaba en el coche. Le gustaban los crepes rellenos de chocolate del Mercadona, esos que se calentaban en el microondas.

Su madre llamaba para preguntarle qué tal estaba, si le estaba controlando el uso de la Nintendo y no se estaba pasando con el azúcar. Él se limitaba a responder que la niña estaba encantada, buscando su flotador de unicornio en las olas.

La última noche, Salva compró una plancha de asar eléctrica para cocinar la merluza e invitó a la chica del gimnasio a cenar. Se presentó con su bolso, unas chanclas de playa, una camiseta de tirantes rosa y unos shorts vaqueros deshilachados sobre los muslos prietos y tostados. Cenaron la merluza mientras bebían agua y Coca-Cola Zero Zero. Como Idea se quedó dormida pronto, bajaron a tomar algo a la terraza del bar que estaba a unos metros del apartamento. Un moscato, un té helado y un platito con aceitunas del que sólo comió ella; chupeteaba la carne verde hasta tener el güito indefenso, y luego lo apretaba y hacía rodar entre los dientes, mientras soltaba carcajadas, como ladridos, a cada cosa que él comentaba.

— ¿Con cuántos años empezaste a entrenar?

— Diecinueve. Fui al gimnasio que tenía montado un amigo, en una lonja. Bueno, en realidad, sólo había un banco y mancuernas de treinta kilos.

— Santo Dios.

— No estaba mal.

— Yo empecé a entrenar por mi novio.

— ¿Tienes novio? — preguntó él. Aunque lo acababa de decir.

— Ajá.

— ¿Y tiene tu edad?

— Tres más. — Indicó la cantidad con los dedos — . Es entrenador personal.

Lo podía imaginar. La barba bien recortada, una camiseta de compresión, unos pantalones de algodón por encima de las huesudas rodillas y las zapatillas blanco nuclear, toda esa fuerza y belleza corporal, propia de la juventud. Jodido capullo.

— ¿Y a ti te gusta?

— ¿Entrenar? — Agarró la copa, los dedos alrededor del cáliz, su temperatura corporal en contacto con el vino — Sin más. Lo hago porque es una de las pocas formas de pasar tiempo con él.

Se preguntaba qué tipo de crianza había recibido, qué padres debía de tener una joven que se dedicaba el día a entrenar y a tomar el sol. Aquel siempre había sido su sueño, su plan de vida ideal. Seguía siéndolo. A ver cuánto te dura la tontería, le dijo su madre, hace veintiséis años. Una mirada furtiva el bote de proteína en polvo, como si fuese cocaína, que había en la encimera, un vídeo granulado de Bob Paris en el Olympia de 1984, los video-casetes con las primeras grabaciones de Idea, siempre demasiado cerca del objetivo, enseñando los dientes. Las citas inspiradoras (Sócrates: Es una pena que un hombre envejezca sin ver la belleza y la fuerza de la que su cuerpo es capaz), la barra de dominadas que puso en la puerta de su habitación, los números de la revista FLEX dispuestas en abanico, ese aire doméstico, seguro e inocente, cuando se encerraba en el cuarto de baño y hacía un doble bíceps delante del espejo y pensaban que podía estar como Arnold si se esforzaba lo suficiente y lo deseaba con todas sus fuerzas; pero no bastaba con eso, hacía falta partirse en dos, en tres, partirse en muchas partes hasta pulverizarse; reducir a pedazos muchas cosas, más de las que se imaginaba, porque una vez que te metías de lleno, te quedabas dormido después de los entrenamientos y te olvidabas de recoger a tu hija del colegio, las piernas dolían demasiado para ir a las reuniones con los profesores, siempre estabas cansado para un abrazo, un beso o una conversación.

La chica que tenía enfrente le hizo pensar en sus primeras citas. Cuando conducía hasta su casa y la esperaba apoyado en el capó y ella corría y se enganchaba de su enorme brazo, naranja por el bronceador, como un langostino enroscado. Siempre le había gustado que estuviera fuerte; ahora, las chicas lo odiaban, decían que un cuerpo como el suyo daba grima, preferían atontados de los videojuegos, intelectual delgados, raperos pelopinchos como el rival comunista de Rocky.

— ¿Y tu mujer?

— Ya no estamos juntos. — Intenta sonreír, pero solo alcanza a torcer la boca y soltar aire por la nariz.

— Lo siento mucho.

— Era cuestión de tiempo. Los dos lo sabíamos desde el principio.

Idea estaba husmeando en su neceser (una cuchilla, gel de afeitar, una lata de barro para el pelo, un perfume de Bulgari) y encontró los frascos. Su mujer se enteró y empezó a gritar como una energúmena, porque aunque no entendiese mucho — en realidad, nada — de aquello, sabía que era malo, o por lo menos no del-todo-bueno. Además, por aquel entonces, Idea estaba en una edad en la que se llevaba cualquier cosa a la boca. Fue inminente; la derrota (la verdadera derrota) se impuso sobre él, lo dejó sin sentido. Se quedó solo. Por un tiempo. Desde entonces, se lo tomaba todo con bastante deportividad.

Cuando volvió a tener a la niña, se esforzó porque le cayera bien hasta que terminó amándola, de una manera feroz e irracional, un amor muy distinto al que sentía hacia su deporte, una actividad sumamente solitaria a la que uno le iba dando sentido a medida que lo hacía. Trofeos con formas de copa, los sedosos lazos de las medallas. En la última cinta que grabaron en casa, él salía con unos pantalones cortos y una camiseta larga de Indian Motorcycle, y su hija reía como una loca cada vez que él hacía press de hombro con ella y la alzaba por encima de su cabeza.

Antes de despedirse, volvieron al apartamento, porque la joven se había olvidado el bolso. En el ascensor, se tensó la coleta; Salva vio el interior de sus brazos, pálidos en comparación con el resto del cuerpo. La respiración pausada de Idea les llegó desde su habitación. En el salón a oscuras, el bolso, colgado del respaldo de la silla. Lo cogió y se giró hacia él. Ahí estaba: ese aroma avainillado, a aceite bronceador y a suavizante. Salva pensó en cerrarle el paso, lanzarla sobre el borde del fregadero y despegarle los muslos, mojados de sudor. Se habría hinchado de rodillas frente a ella y le habría besado las corvas y las pantorrillas. Habría girado su cuerpo y le habría bajado los vaqueros y le habría dado un bocado en el culo blanco, justo en la marca del bikini. Estaba, sin embargo, muy cansado. Muy. Cansado.

— ¿Estás bien?

— Lo siento, cielo. Es que estoy agotado.

Un sentimiento de fracaso instantáneo cruzó su rostro como un rayo. Aunque no hubiese fracasado. Todavía. Extendió la mano libre hacia él y le acarició los callos, y aquello hizo que le entraran ganas de llorar. En eso consistía todo, en parte: en privarse voluntariamente de las cosas buenas. Si ella hubiese sido unos años mayor, o él unos años más joven, habrían podido salir y entrenar juntos. Ella le habría animado en todo e incluso inyectado la jeringuilla en el glúteo. Ninguno le habría reprochado nada al otro, ni los abdominales al borde de la cama ni las dietas de refrescos.

Dijo algo. Su voz melódica barrió la oscuridad. La niña se revolvió en su cama. Fueron las mismas palabras, las mismas que su ex mujer pronunció, mientras le aplicaba el tinte de competición. Tan jóvenes ambos, pringados de ese líquido dorado. Cuánta confianza, recordó, todavía con la pequeña mano en comunión con la suya, cuánta ternura y reverencia.

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