Territorio

sputnikamor
10 min readFeb 8, 2022

Es sábado por la noche, estoy echada en la cama por culpa de una bronquitis aguda, en un estado de confusión total. Entre las curvas del edredón se escurren finos libros de teatro que tengo que leer para una asignatura. Llevo días sin ver a la gente. Tengo fiebre y me duele todo el cuerpo. Mis pulmones crujen cada vez que respiro, como una bola de papel arrugada; se expanden y crepitan, como leña al arder, se contraen y crepitan, como rescoldos de una hoguera en mi pecho. La habitación huele a muerte y a cerrado.

Cuando la fiebre sube, duermo; en sueños, escucho cómo alguien entra en mi cuarto: la puerta que se abre, pasos; unos pies cortan los patrones de luz que forman las persianas contra la madera del suelo, y es esta sensación de presencia, como si se sentase en el borde de mi cama, la que tengo cada vez que estoy así de enferma. Dejo que su mano me retire el flequillo de la frente, que explore con las yemas de los dedos mi rostro, me cubra la vista con su palma caliente, como dándome sepultura. Intento darle las gracias, pero mi saliva es espesa, y yo estoy muy cansada.

La lámpara del techo pone en marco su cara, igual que una bonita corona, y la luz produce un efecto óptico: sus bucles tiemblan y flamean, se mueven líquidamente del modo que lo hace el asfalto a altas temperaturas. Es como si rebobinase hasta llegar al principio; no al principio de mi vida, al suave edredón, mi crisálida de algodón, su interior amarillo turbio protegiéndome del mundo exterior como líquido amniótico, sino al comienzo de aquel verano, que definitivamente también fue el principio, y el final, de algo muy importante.

Conocí a Alu durante unas vacaciones en Torrevieja. Todo el mundo sabe que Torrevieja es la ciudad más fea y pobre de España. Sin embargo, a mí me gustaba la ciudad. Por Alu. Por los bloques y los ladrillos y el hormigón absorbiendo el calor intolerable. Recuerdo mirar por la ventanilla del coche y ver cómo el paisaje iba tomando un tono sucio a medida que nos acercábamos a nuestro lugar de verano, una Ucrania postsoviética, seca, concurrida y, aún así, siempre extrañamente vacía.

Antes de conocer a Alu, me pasaba el día entero en la playa con mi abuela, durmiendo y leyendo a intervalos regulares; de vez en cuando me gustaba reposar la cabeza debajo de mi brazo y mirar directamente al sol hasta que un látigo rompía mis ojos en llamas y se me nublaba la vista y lo hacía todo extraño a su naturaleza, y la mañana se vestía como la noche y la arena se amorataba hasta volverse toda negra, y entonces, durante aquel momento exacto del atardecer en el que, antes de ocultarse, el sol se quedaba quieto, sin hacer nada, sobre el horizonte, imaginaba que la luz se extinguía y yo era la única persona en la playa, en la ciudad, en el mundo; que vagaba ciega, atontada por el calor — el moño aflojado y pegado contra mi cuello — por una calle vacía una tarde tranquila, en la que sólo se escuchaba el susurro de mis ennegrecidas chanclas por el asfalto, el murmullo de una radio proveniente de una planta baja, a través de unas persianas entrecerradas y suspicaces como la mirada de Buda.

En casa, me daba una ducha de agua fría hasta que se me pasaba el mareo. Recuerdo el sigiloso crujido de la cortina del baño, la arena formando remolinos antes de colarse por el desagüe mientras apuntaba la alcachofa hacia el suelo de la bañera, mis piernas fuertes y elásticas capaz de partir las olas. Por aquel entonces todavía era una niña, los perfiles de mi cuerpo (hombros y caderas, codos y rodillas) eran puntiagudos y afilados. Frente al espejo, levantaba un brazo joven y bien formado hasta revelar un toque de vello en la axila. Fue el verano en el que conocí a Alu cuando dejé de resistir ferozmente a los cambios, y me salió pelo en los sobacos, las piernas, el coño; tenía un poco de bigote y la melena larga, encrespada, gruesa como la de un semental sin domesticar. Sudaba todo el rato, me recogía el pelo en un moño hasta que se me caía y entonces lo llevaba suelto, se me pegaba al cuerpo, me encendía el rostro de una forma espontánea, expresiva, casi sexual.

Por la noche veía la tele con mi abuela. Su resplandor suave y azul nos bañaba a las dos hasta quedarnos dormidas, borrachas de calor. Yo amaba a mi abuela. Con esto quiero decir que era la persona que más quería en el mundo. Fue la que decidió comprar un piso en Torrevieja para que pasáramos los veranos juntas, ella y yo.

«¿Has hecho alguna amiga en la playa?», me preguntaba cada día.

Yo respondía que no.

Su mano cálida y pegajosa envolvía la mía cuando íbamos a hacer los recados, primero al supermercado, después al baratillo, los viernes por la mañana, cuando las gitanas ponían sus puestos de ropa. Yo vestía unos pantalones cortos, deportivas y un top rosa fosforito cuyos tirantes destacaban contra mis hombros morenos. Las amigas de mi abuela decían que era una chica muy guapa, alababan mi esbelta figura producto de la gimnasia rítmica, ¿ya tenía novio?, querían saber. No, no tenía, se apresuraba a aclarar mi abuela, apurada. Por el momento prefería centrarme en los estudios. Tenía catorce; los chicos de mi curso me aterraban.

Entonces conocí a alguien.

Alu había venido a Torrevieja a pasar el verano con su tía, a la que siempre se refería como La Fini, una mujer que se comportaba como un hombre y a la que le sentaba bien hacerlo.

Aquella mañana en la playa, Alu se acercó a hablar conmigo, me preguntó mi nombre y me dijo el suyo, Alejandra, aunque yo podía llamarla Alu, o Lulú; estaba sola, no conocía a nadie en la ciudad. La cosa es que enseguida congeniamos. Éramos casi de la misma altura. Íbamos al mismo curso. Nos quitamos las chanclas y, animadas, emprendimos la marcha por el rompeolas, mientras yo le señalaba las rocas más planas para que no se hiciera daño en los pies. Al llegar al límite, nos dimos la mano, y ante su contacto, tuve la sensación de que el conjunto de nuevas curvas que limitaba mi figura se gasificaba. La luz había cambiado. La playa era diferente.

Comenzó la canícula. Alu y yo nos hicimos amigas: bajábamos a la playa, comíamos en casa de alguna de las dos y luego nos echábamos la siesta juntas, en ropa interior, sudadas, abrazadas, aburridas de que no dieran nada interesante en Disney Channel. Así descubrí la maravillosa sensación de nuestros cuerpos pegados, el sentimiento de pertenencia urdida desde el contacto, las somnolientas conversaciones mientras Alu me rodeaba con sus brazos y yo le daba la espalda (las aristas punzantes de sus caderas contra mi carne) y después cambiábamos de posición (mis manos sobre su delgada cintura, la nariz hundida en su pelo claro, olor a sal marina) reduciendo a estrechez la distancia entre nosotras, todas las tardes, sin falta; los momentos de calma tras una agitada mañana en el agua, jugando a las sirenas y las ahogadillas en las que a veces llegábamos a hacernos daño: moratones, arañazos, la huella de sus yemas en mi cuello, cuando me sumergía la cabeza durante unos instantes y yo salía del agua jadeante y con la cara encendida y aquello estimulaba en mí una pasión, un sentimiento, todavía no sé si de enfado o alegría, que me hacía reír histéricamente e inclinarme sobre su pescuezo para hundirla, someterla; ondeaba su melena rubia en el agua, a través del líquido incoloro nos enredábamos en una pelea, nos manteníamos la mirada como si nos estuviéramos besando, y aquello hacía que el tiempo se estirara y durase una eternidad.

Por las tardes nos gustaba ir al centro a ver a los manteros o comernos un helado. Alu siempre pedía un cucurucho de yogur: pasaba la lengua por toda la bola, de abajo a arriba, para que no goteara por los extremos, y después mordisqueaba el barquillo poco a poco, con los dientes, hasta que no quedaba nada. Otras veces íbamos a la feria, a ver las luces, o al videoclub, a mirar las portadas de las películas.

Una vez entramos sin querer a la sala X. Nunca olvidaré la pequeña pantalla, el plano dorsal de la enorme nalga del hombre, su pálido músculo entre la cadera y la rodilla, marcado por el esfuerzo mientras se corría en la boca de una mujer. Me asusté tanto al verlo que eché a correr y, una vez fuera, corrí y corrí, con tanto empuje que, entre un paso y el siguiente, estuve a punto de tropezar, y entonces tuve que sentarme en el borde de la acera. Escuché a Alu gritando mi nombre a lo lejos. Yo estaba sudando, pero de una forma diferente; respiraba, sí, pero anhelosamente. Mi pecho se movía de un modo rápido y violento, temblaba internamente, como poseída. Algo malo me estaba ocurriendo. Pensé que me iba a morir.

Me cubrí los ojos con las palmas y, temblando, rompí a llorar, con largos y profundos sollozos.

— ¿Qué pasa?, ¿estás bien? — Alu llegó resoplando, se sentó a mi lado, preocupada, y me agarró de la pierna — ¿Por qué lloras?

—No quiero ver eso.

—Es solo porno — dijo — . No pasa nada.

—Me importa una mierda — Veía mis rodillas filtradas por las lágrimas, me temblaban los brazos, las piernas, la voz, desesperadamente, pregunté — : ¿Por qué hacen eso?

—¿El qué?

—Lo de la lefa.

—Porque les gusta.

—Pues no lo entiendo — Estaba casi gritando, y Alu parecía turbada — ¿Por qué alguien haría eso? ¿No te parece asqueroso?

—¡Cuando todavía iba a primaria — me explicó ella — , a veces mi padre ponía el canal porno, y lo veíamos juntos, y los hombres siempre hacían eso. Echaban su lefa en la cara de las chicas, en sus caras, ojos, cuellos, bocas, tetas, tripas, mientras se lo sacudían así.

Hizo el mismo gesto que el hombre.

—Mi padre — siguió contando — me dijo que era una forma de dejar huella. Como los perros. Los perros mean para marcar y proteger su territorio. Los hombres hacen lo mismo, porque son como los perros, gruñen y se les pone dura al ver o pensar en cualquier cosa y enseguida quieren poner sus manos encima y penetrarlo de parte a parte y chorrear su semen caliente, porque es su única forma de sentirse útiles, de decir yo he estado aquí.

Mientras hablaba, las lágrimas caían duras y cruelmente silenciosas contra mis mejillas, dos caños de agua caliente que desaparecían al entrar en contacto con la comisura de mis labios. No lloraba a menudo, no de aquella manera, pero cuando lo hacía, iba hasta el fondo de mi dolor sin detenerme ni un segundo, como si alguien hubiese destapado la tina de una bañera desbordada. Pensé en Alu con la mejilla manchada de helado blanco, que un hombre la maculaba dejándole su líquido pegajoso. Conocía bien su cuerpo; de tanto verla en la playa, echada como una lagartija en la toalla, había memorizado sus pechos, sus costillas, la caja torácica, tan diáfana bajo el sol que creías ver su corazón y pulmones, y los moretones de sus muslos y las pantorrillas de las caídas accidentales, y la curva de su columna cuando se agachaba para enterrar algo en la arena o dormía acurrucada en el colchón, igual que una pequeña cachorra, y su hermosa dentadura, la lengua negra, los caninos superiores, cuando sonreía o bostezaba.

Me sequé las lágrimas y me puse en pie.

—Espera, ¿a dónde vas? — preguntó Alu.

Daba pasos tan largos y fuertes que parecía que lideraba un ejército militar.

—A casa.

Un día, a finales de verano, sin más, Alu se marchó y no volví a saber de ella; un día, sin más, fui a recogerla y vi las persianas de su apartamento completamente bajadas. Me quedé quieta en la acera, mirando hacia su ventana, sin entender lo que estaba pasando. Desde el piso de arriba, una señora se asomó y me dijo que me moviera, que ahí parada, al sol, iba a darme una insolación. Pero yo no podía moverme. Tuve la impresión de que me evaporaba, que desaparecían las fronteras de mi cuerpo a causa del calor y no era nada.

A partir de ese momento no sé quién soy. Regreso a mi casa arrastrando los pies. Me da tiempo a vomitar en la taza del váter. Lloro en el suelo del baño, golpeando los azulejos.

—Se ha marchado — digo.

—¿Quién?

—Se ha ido. Se ha ido sin avisarme.

—Túmbate un rato.

—Tendría que haberme avisado. Tendría que haberme dicho que se iba.

—¿Quien?

—La abuela.

Mi madre me mide la temperatura con el dorso de su mano. Parece preocupada.

—Estás ardiendo. Vuelve a la cama.

Me acompaña hasta mi cuarto y me vuelve a arropar. Mientras me pasa un paño húmedo por la frente, le hablo de Alejandra, de su tía. Le hablo de nuestras excursiones por el rompeolas, dando saltos como cabras — el peligro, para las niñas, era algo infranqueable; siempre estaba ahí — y al videoclub. Le hablo de la enorme y blanca pierna de aquel hombre, el doble de mi tamaño; de la tierra revuelta de un descampado, los colchones abandonados, el esqueleto de un edificio y el esqueleto de Alu mientras meaba, como los perros, como los hombres, con las bragas enrolladas hasta los tobillos y los brazos sujetando la falda, en cuclillas, un animal a punto de atacar a su presa, con la cara oculta tras la maleza, y la luz de la tarde arrancando destellos a su espalda asexuada, enjuta, auswitchiana, y un hotel despojado de cobre. Recuerdo el último día de verano con mi abuela, antes de que se pusiera enferma, en la estación de autobuses; llevábamos dos bolsas Munich 72 y bocadillos para el viaje, y antes de subirme al autobús, me dio como la nostalgia, una tristeza melancólica, porque nunca quería regresar, y fui corriendo al baño para postergar la marcha de la época más larga del año, y mee en un cubículo sucio y enano, haciendo fuerza para no rozar el borde de la taza, mientras escuchaba a dos hombres hablar en inglés, y sobre mi cabeza un cartel escrito en ruso. Marcando territorio. Nosotras estábamos. Nosotras estuvimos. Al salir mi abuela me estaba esperando con las bolsas en la mano. Caminé hacia ella y la abracé.

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